Cuentan los relatos de las abuelas que el deseo, cuando no se nombra, se manifiesta en forma de rana, húmeda y viscosa. Dicen de una comunidad desterrada de mujeres que desean.
No bien el gallo más puntual del pueblo había entonado las primeras notas de su canto, cuando Viviana se levantó. Lo primero que hizo fue trenzarse la cascada que se le derramaba por los hombros, acariciaba su espalda y casi le rozaba las caderas. No se lo había confesado a nadie, pero le gustaba dormir con el cabello suelto, pues lo sentía como un tierno y secreto abrazo nocturno. Se puso un modesto vestido color pardo, de manga larga y cuello elevado, la gente diría que bastante anticuado para una joven de su edad. Una vez en la cocina, hirvió un poco de agua con jengibre y damiana, cuyas hojas ella misma había deshidratado y triturado. En sus dedos permanecía un rastro del olor de la infusión, que ascendía y descendía por todo su cuerpo.
Tomó la escoba de paja y salió a barrer el patio. Seguía un ritmo monótono, una danza al compás de la música concreta de todas las mañanas: las hojas secas restregándose en el piso de cemento, el estallido repentino del canto de las aves y algunos ladridos a la distancia. El sereno de la mañana descansaba sobre sus mejillas. Estaba concentrada en su faena cotidiana, cuando de reojo un movimiento en el patio vecino la sorprendió. A plena luz del día, Rosalía, su vecina, andaba a solas con el novio, ambos entrelazados como si fueran una sola persona, en un largo y profundo beso. De todo el encuentro, lo único que Viviana alcanzó a distinguir claramente era el cabello obscenamente corto de su vecina; el aire se respiraba húmedo. Sorprendida por la escena, interrumpió su tarea y entró apresurada a casa; confirmó que su trenza seguía bien apretada y trató de continuar con su día, aunque constantemente la asaltaba el recuerdo del nuevo corte de cabello de Rosalía, ya fuera mientras revolvía las verduras y la carne en la olla, o por la noche, cuando al soltarse la trenza su cabello despedía un olor a hierba mojada por el agua de lluvia. Tanto así, que por la noche soñó con la cabeza de su vecina meneándose de un lado a otro.
A la mañana siguiente emprendió el mismo ritual de todos los días: la trenza, el vestido, la infusión y la escoba. Pero algo había cambiado, un mínimo detalle descolocó su rutina habitual: al abrir la puerta del patio, la esperaban seis ranas, húmedas y verdes, que muy quietecitas tenían la mirada fija en ella; mucho antes de que Viviana naciera las ranas habían dejado de habitar entre las casas, pues en una guerra perdida contra la humanidad, se habían asentado en los bordes del río, a las afueras del poblado, así que este encuentro era de lo más inusual. Ella hizo lo posible por ignorar a los visitantes, aunque estos la siguieron con la mirada durante su faena. Más tarde, salió rumbo al mercado a comprar unas cuantas verduras; pidió tomates y chiles a doña Margarita, que platicaba con la chismosa de Luisa mientras la atendía. No pudo evitar escuchar los comentarios que hacían de Rosalía y sus múltiples encuentros con hombres.
—A ver cuánto tarda la chamaca en embarazarse, dicen que ya no está fresca.
De repente ambas cayeron en la cuenta que estaban hablando de la vecina de Viviana, por lo que voltearon a ver a la joven en busca de aprobación, seguramente ella habría visto algo, pensaron. Ella desvió la mirada, se apuró a pagar, casi le arrebató la bolsa de verduras a doña Margarita y se fue al puesto donde vendían frijoles. Alcanzó a oír que ambas mujeres murmuraron.
—Pobrecita, a su edad y aún no tiene marido.
—Pues con esas ropas de monja ni quien se le acerque.
De regreso a casa, le tomó unos minutos encontrar la llave entre todas las cosas que se amontonaban en la bolsa del mandado; cuando sintió el frío metal en sus dedos, la mirada se le escapó hacia casa de Rosalía, justo en la ventana de su cuarto. Desde donde estaba parada, su vecina no podía verla, pero Viviana fue testigo de una escena que la perturbó: Rosalía se miraba frente a un espejo y bailaba. El corazón de Viviana parecía salir de su pecho, al ritmo de la danza de su vecina; cada quien se encontraba absorta en su momento, cuando Rosalía se percató de una presencia que la observaba. Se dio la vuelta hacia la ventana, demasiado rápido como para que Viviana pudiera reaccionar. La joven en la ventana dijo: —Querida, me gustaría encargarte un vestido, como aquel tan bonito que le hiciste a Carmen. ¿Puedo pasar mañana a eso de las 11 para que me tomes las medidas? —Atónita, Viviana asintió, hizo lo posible para que la llave calzara en el cerrojo y entró a su casa, dando un portazo. De nuevo, comprobó que su trenza estuviera firme. Esa noche, además del abrazo de su cabello suelto, fue arrullada por el canto de las ranas.
Era de mañana y Viviana se disponía a terminar lo antes posible con sus tareas, a fin de atender a su vecina sin pendientes. Abrió la puerta del patio y en la prisa casi destripa a una rana de un pisotón. Ahora tenía a una docena de anfibios mirándola fijamente, como si esperasen algo de ella, en total silencio comparado con lo ruidosas que fueron durante la noche; cuidadosamente intentó no pisarlas mientras cumplía con sus quehaceres. Estaba terminando de limpiar la mesa de la cocina, cuando los golpes en la puerta la sobresaltaron; Rosalía inundó la casa de un olor a rosas frescas. Viviana la colocó frente al espejo del taller que tenía instalado en lo que antes era el comedor; fue tomando las medidas de arriba hacia abajo, empezando por el cuello, hombros, pecho, circunferencia de los brazos, y así descendió por todo su cuerpo. Pocas veces había sentido una piel como la de su vecina, y entendió de dónde provenía el olor a rosas que despedía su cuerpo. Rosalía intentó hacerle plática sobre la decoración de la casa, lo que cocinó para ese día, el tiempo que llevaba dedicándose a la costura; pero en su timidez, Viviana respondía con frases breves. Una vez terminadas las mediciones Rosalía se retiró, pero antes de cruzar la puerta, como en un acto de iluminación, miró hacia Viviana y le dijo, con una sonrisa en los labios: —Sabes, somos vecinas desde que tengo memoria y nunca te había visto con el cabello suelto. Es realmente hermoso, a ver si un día me dejas peinarlo. —Viviana estuvo a punto de responder algo, pero ninguna palabra salió de sus labios, apenas un suspiro. Cuando cerró la puerta, quiso comprobar que su trenza permanecía bien sujeta; había estado tan concentrada en recorrer con la cinta a Rosalía que no supo en qué momento de la visita, ésta se soltó.
Por la noche, el coro de las ranas cantó con una intensidad extraordinaria como para tratarse de una docena; la canción era diferente, ya no un arrullo sino más bien un llamado. Viviana caminó hacia el patio para confirmar su intuición: el número de ranas se había multiplicado a veinticuatro. Fue sintiendo una humedad resbalosa por todo el cuerpo. Sus piernas se doblaron hasta dejarla en cuclillas y sus manos tomaron una forma anfibia. Todo lo que había querido decir esa tarde se convirtió en una melodía que compartió con sus hermanas; salió al patio de un salto.

Jimena de los Santos Alamilla. Feminista y lectora de tiempo completo, originaria de Yucatán. Licenciada en Literatura Latinoamericana por la UADY y Maestra en Estudios de Género por el Colegio de México. Investigo sobre escritoras y literatura en Latinoamérica; todo el tiempo hablo de cultura pop. Me he reencontrado con la magia y la escritura.