—Deberías usar colores oscuros—, me dijo alguien de la oficina. —Disimulan más los rollitos. Las rayas no le van a cualquiera y menos las horizontales.
El día no fue de los mejores en el trabajo y ahora esto. Gracias, opinión no solicitada. Has cerrado mi día con broche de oro.
Me voy a casa pensando en esos rollitos a los cuales no les había prestado tanta atención como hasta hoy. Pienso en la blusa de rayas que me he puesto y me pregunto si en verdad me sienta tan mal. Mi mente va luego al pantalón entubado y a la incomodidad en mi entrepierna y finaliza en el dolor provocado por los zapatos de tacón de tortura que estoy obligada a usar. Como dice el jefe, somos la imagen de la empresa, somos lo primero que el cliente ve. ¿Y si el cliente viera primero a alguien feliz en vez de a alguien apretujado en ropas formales?
Llego a casa y, por costumbre, empiezo a quitarme la ropa. Quiero ponerme la pijama, mis pantuflas, cenar y ver una película. De pronto, mi mirada se topa con mi reflejo en el espejo de cuerpo completo que me regalaron al cumplir quince años. Me miro tratando de aceptar aquello que no me gusta: esos cuatro kilos de más que se abultan en mi abdomen, esas cejas sin depilar que se alzan, rebeldes, en mi cara, la nariz chata, herencia del abuelo ausente, el cabello crespo que tiene que obedecer a geles de alta fijación. La ropa interior me abraza con resortes que marcan mi piel con líneas rojas de carne. El sostén tiene unas varillas que conspiran para salirse de su compartimento y picarme los pechos cuando estoy trabajando.
Me quedo desnuda. Camino hasta estar a unos centímetros de mi reflejo. Entonces ella, mi doble, empieza a acariciarse todos esos puntos que yo encuentro conflictivos. Pasa sus dedos livianos con suavidad sobre una piel estriada que conozco muy bien. Estoy estupefacta. Sé que es el reflejo y no yo quien está haciendo esos movimientos. Ella sigue en su tarea y, al percatarse de que la observo, me extiende la mano. Dudo apenas unos segundos pero acepto la invitación. Ella me jala un poco y entro al mundo inverso detrás del espejo. Me lleva a la cama, me besa copiosamente y con ternura en las mejillas y los párpados. Luego me dice: “Así estás perfecta. Te ves hermosa con cualquier color, con cualquier patrón. Eres más que la ropa que usas.” Nos quedamos dormidas después de que ella seca mis lágrimas con la blusa que nos acabamos de quitar.
Despierto sola. No sé si estoy en el mundo donde debo usar ropa oscura o en el que puedo usar lo que yo quiera. Busco mi atuendo del día siguiente. Usaré un vestido que me gusta mucho. Es de rayas horizontales.

Mayra Escamilla, originaria y habitante del sur de la Ciudad de México. Es egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde estudió Lengua y Literaturas Modernas Inglesas. Docente de profesión y entusiasta del cuento de géneros especulativos.