Llegó a la aldea una noche de luna azul, con solo un morral que contenía sus escasas pertenencias. Nella nunca antes había salido de la que hasta entonces fue su aldea, así que todo a su alrededor le suscitaba gran estupor.
Las viviendas eran bonitas, de un estilo completamente diferente al que ella conocía. Todas idénticas, alineadas una al lado de la otra y el color de las paredes estaba unificado. Además, de los tejados sobresalían boquillas de metal que expulsaban humo, el cual silenciosamente se enmarañaba en los cabellos hasta impregnarlos de notas ahumadas. Todas las ventanas lucían cubiertas por espesos lienzos entramados que impedían la visibilidad hacia el interior.
Con la emoción palpitante en la garganta, y curiosa por conocer más, Nella se encaminó por una calleja, luego de unos metros, se encontró por primera vez con la mirada lacerante que sería la constante de los días por venir. Un anciano, que a paso lento caminaba por ahí, la miró con desdén y mientras pasaba a su lado murmuró: —vuelve a tu aldea, extranjera.
Con el paso de los días, y luego de reiterados episodios como el de esa primera noche, Nella entendió que las personas como ella no eran bien acogidas en ese poblado. No se trataba de rivalidad entre aldeas, menos aún por haber llegado sola hasta ahí. A causar disgusto era su piel, el color bronceado que cubría su cuerpo.
Los días pasaban y Nella se sentía más contrariada y sola. Nunca antes el color de su piel había significado una diferencia, ni siquiera se había detenido a fantasear en ello. En su aldea jamás sintió que en ella hubiese algo “equivocado”, pero donde ahora estaba todo era distinto y nadie la había preparado para ello.
Muchas personas evadían su mirada, la gente cuchicheaba a su paso y algunos insolentes la instaban a largarse de ahí. Los momentos de pesar eran cada vez mayores y sin importar sus esfuerzos, no había logrado entablar amistad con nadie. Afortunadamente la mujer con la que trabajaba era amable con ella, visitaba la aldea una vez al mes y permanecía ahí muy pocas horas, solo el tiempo necesario para inspeccionar que en la casa todo estuviera en orden. Ella, la señora del Este, un día al notar el estado compungido de Nella, rompió su acostumbrado silencio y le dijo:
—Eres diferente y eso no les gusta. No escuches lo que te digan, por más que insistan no claudiques.
El invierno estaba por llegar, con el pasar de los días las horas de luz eran cada vez menos y el sol aparecía raramente. Un espeso y húmedo manto de neblina arropaba la aldea, donándole así un toque sombrío y desolado. Nella no estaba acostumbrada a un clima como ese, así que pronto la neblina arropó también su ánimo.
La señora del Este anunció a través de una carta que se presentaría hasta inicios de la primavera. La noticia embistió trágicamente a Nella, cada mes esperaba con ansías el arribo de la señora, quien en aquellos meses era el único contacto humano que tenía.
Aquella noche Nella se sentía más triste que de costumbre, recostada sobre la cama lucía nerviosa, los pensamientos no le daban tregua. Se sentía rebasada al recordar los desplantes de los aldeanos, ¿por qué decían que su piel no era bonita?, ¿qué había de malo en ella? Repentinamente la frustración se le agolpó en las sienes y su cara enrojeció de cólera, al tiempo que las lágrimas nublaban su mirar.
Fue así que, sin pensarlo mucho, Nella se incorporó rápidamente y se dirigió a la cocina. De un cajón sacó el cuchillo que usaba para destazar a los animales y deprisa lo clavó en su brazo. El primer corte le causó dolor, pero no el suficiente como para detenerse. Los movimientos que siguieron fueron cuidadosos, rápidos pero cautelosos. Usando el cuchillo con maestría, centímetro a centímetro, Nella fue despojándose de su piel. Algunos jirones de piel eran bastante regulares, otros más se desgarraban al tirar de ellos. Descarnar el vientre y las piernas fue fácil, la espalda, en cambio, resultó la parte más complicada. Una vez terminada la operación, con las manos embebidas de sangre, Nella acomodó escrupulosamente los jirones de piel dentro de una canasta que guardo en una estantería y tambaleante se dirigió a la puerta.
El día empezaba a clarear, cuando el llamado de Nella rompió la quietud de la aldea. A gritos, con voz segura e insolente, convocó a los moradores:
—¡Véanme!, ¿ahora sí soy digna de su mirar? ¡Ya no hay piel que les cause aversión! ¡Mírenme, sin esa cubierta soy exactamente como ustedes, mismos músculos, mismos órganos! ¿Pueden verlo, cretinos? ¿Ahora sí pueden verme?—, insistió Nella, mientras los presentes la observaban atónitos.

Olivia Carmona Hernández. Nace en la Ciudad de México, radica en Italia desde hace 10 años. Creadora empedernida y tenaz soñadora. Amante de los libros, las plantas y los viajes. La escritura se ha convertido en su paraje fantástico. Sus relatos han sido antologados en Italia (Lingua Madre Duemilaventi – Racconti di donne straniere in Italia, 2020) y en México (Distopía feminista – Colectiva Multiversas, 2021 y Especulatovas, 2021).