Caracas estaba atípicamente tranquila debido al caos de las últimas semanas, la ironía era más literal de lo que uno esperaría. No se sabía cómo empezó ni qué consecuencias habría en el futuro, si era producto de una enorme conspiración de las élites o si se trataba de un castigo divino. Algunos otros afirmaban que era una suerte de alucinación colectiva producto de estar encerrados a causa de la pandemia. En otros tiempos lo hubieran llamado histeria.
Amaranta se mantuvo convencida de que era un ARG, una simple narración fantástica en redes sociales producto de un montón de gente muy aburrida y bien coordinada. Para cuando los noticieros serios y otros medios de comunicación afirmaron que gran parte de la población gatuna transmutó en híbridos con hongos se le apretó el estómago de la risa. No podía ser real, por supuesto, aquel juego se había salido de control y escaló demasiado.
No lo creyó. ¿Quién podría?
Gatitos adorables con micelio en las venas, soltando esporas y transmutado en esas cosas raras que ni las ilustraciones fantásticas más locas les hacían justicia. Pero cuando vio a uno de ellos en un puesto de frutas acompañando a la vendedora tuvo un repelús espantoso. Era como un pequeño huerto fúngico que se estiraba con pereza y se restregaba en las piernas de su cuidadora sin que esta hiciera mucho al respecto.
No volvió a comprar allí, temerosa de que sus frutas frescas estuvieran llenas de hongos. Aquellas criaturas empezaron a causarle un temor inconmensurable, apenas se encontraba con una de estas apartaba la mirada y caminaba más rápido, rezando porque ninguna la siguiera. Reguló sus salidas de casa tanto como ya fuera posible. Quizás la pandemia era culpable de muchos más estragos de los calculados.
¿Por fin se estaba acabando el mundo o todos se estaban volviendo locos?
Creyó estar a salvo, hasta que uno de esos seres tocó a su ventana en un día cualquiera tras terminar de estudiar. Al principio lo miró con mucha perplejidad, luego procedió a ignorarlo cerrando la cortina. Le tocó acostumbrarse a los maullidos extraños y los arañazos tiernos afuera de su habitación. Poco a poco lo asimiló como si fuera el ruido de la nevera, le empezó a llamar más la atención cuando reinaba el silencio.
Debido al temor, mucha gente había optado por deshacerse de sus compañeros felinos y dejarlos a su suerte. Otros más empáticos los conservaron en casa pero los mantuvieron apartados para evitar ser envenenados por sus esporas. Mientras que un pequeño grupo más osado lo asimiló como una característica graciosa más y siguieron interactuando con ellos como si nada.
Los científicos no daban respuestas concisas al millar de preguntas que surgieron en la población general, pues al terror de la enfermedad se le sumó el desconcierto de esas criaturas. Las dudas más frecuentes eran:
«¿De dónde habían salido?»
«¿Esas cosas reemplazaron a todos los gatos?»
«¿Son peligrosos los gatos fúngicos?»
«¿Los gatos fúngicos pueden comerse?»
Amaranta apartó la vista del celular apenas leyó eso último. ¿Quién era tan miserable para pensar en ello? ¿No fue suficiente con los pobres murciélagos?
Durante una noche lluviosa observó al pequeño individuo tras su ventana. Era un gato blanquito con manchas negras en sus orejas y cola, de ojos grises con toques azules, era muy adorable si se omitían los hongos que brotaban de su cuerpo y que no parecía causarle ninguna molestia, como si esa hubiera sido su naturaleza desde que nació.
Miró más de cerca, en la parte trasera de su cráneo se asomaba el sombrero del hongo, le llamó la atención la superficie roja con manchitas blancas, en las patas inferiores las láminas amarillentas florecían como si estuvieran en la base de un árbol. No supo qué sentir ante la inevitable ternura del felino y el horror de verlo fusionado con otra cosa.
Un trueno retumbó sobre la ciudad, lo que la hizo tener conciencia sobre la tempestad que les caía encima. Amaranta miró al animal con lástima antes de finalmente abrir la ventana, allí le rogó que no hiciera un desastre en su cuarto.
El gato maulló como si la hubiera entendido y pasó a la casa curioseando los alrededores. Amaranta volvió a tomar asiento frente a su escritorio para seguir estudiando, el gato saltó a sus piernas y se acomodó para dormir. La joven se tensó, un poco horrorizada por tenerlo encima; tuvo un escalofrío al sentirlo tan frío y mojado. Por otro lado, su repentino ronroneo apaciguó su corazón y detuvo cualquier intento de echarlo de casa.
Antes de darse cuenta, ya lo estaba acariciando.
Con el pasar de los días le fue comprando platos, un arenero, comida, juguetes y una camita, aunque esta última la ignoraba por completo ya que prefería dormir acurrucada junto a ella, resultó ser muy cariñosa a pesar de su apariencia extraña. Descubrió que en realidad era hembra y la llamó Psique, pues ya la consideraba parte de su alma.
Mientras jugaba con la gatita una pregunta se le pasó por la cabeza: ¿Por qué de pronto los gatos se volvieron hongos? No consideraba a Psique una amenaza, comprobó casi de inmediato que no era venenosa ni alucinógena, si acaso expulsaba esporas, pero ningún florecimiento tuvo lugar dentro de su casa.
El silencio de los científicos tenía al mundo entero al borde de la incertidumbre, pero Amaranta prefería seguir jugando con su nueva compañera de soledad. De pronto, la enfermedad que los puso en pandemia quedó relegada en segundo plano, pues la gente comenzó a manifestar otros síntomas mucho más inexplicables. Y aún con eso, de alguna manera, nadie se alarmó.
Después de casi un año de encierro, en todo el mundo se despertó la necesidad de salir a tocar el pasto, oler la tierra mojada, sentir la brisa fresca en su cara, empaparse de la lluvia y envolverse junto a la naturaleza. Los sueños de ese tipo comenzaban a volverse frecuentes para Amaranta, como si algo allá afuera la estuviera llamando, al igual que Psique, quien veía siempre por la ventana para apreciar los árboles.
En todo ese tiempo no prestó atención al creciente silencio de la ciudad, ni a las protuberancias que comenzaron a salir de la gente que caminaba por la calle, de sus vecinos y otros animales. Nada de eso fue alarmante, como si en lo profundo de cada persona habían aceptado su destino. Ni siquiera ella misma se preocupó cuando se miró al espejo y presenció los recientes brotes de hongos saliendo por detrás de sus orejas, hasta llegó a pensar que se veía más bonita así. Sus lindos y pequeños sombreros rojos con manchas blancas destacaban entre su cabello castaño como broches únicos. En la parte de la coronilla podía sentir una esponjosidad extraña y gratificante a la vez, por la parte de su cuello florecían láminas amarillentas.
Ese día Amaranta salió de casa cargando a Psique entre sus brazos con un solo lugar en mente. Una vez afuera presenció con profunda ilusión a las personas dormir en el pasto, con aquellos brotes de hongos más grandes y más hermosos. El micelio los conectaba con la madre naturaleza y se percibía una inexplicable calma. Ella también quiso ser parte del todo.
Recorrió el camino a pie, quería llegar al pulmón de Caracas, un lugar al que frecuentaba bastante cuando era una niña. Respiraba con alegría el aire purificado tras meses de regulación y toques de queda. La contaminación causada por los vehículos se había despejado mucho en los últimos meses, y podía jurar que en aquellos momentos nadie estaba interesado en conducir nada.
Llegó a las faldas del Ávila, se adentró en su follaje y presenció por sí misma la belleza que se le presentó. Varios grupos de personas abrazándose unos a los otros: hombres, mujeres, niños, ancianos y mascotas, todos ellos respiraban al unísono mientras el micelio los conectaba a tierra. Familias enteras dormidas, creando jardines con los brotes de sus cuerpos.
Amaranta abrazó a Psique con mucha nostalgia en su corazón, pues hace tiempo que estaba sola en el mundo, pero con la gatita ya no se sentía aislada. Agradeció a la criatura por escogerla.
Siguió adelante hasta llegar a la orilla de un riachuelo, se acostó en la tierra humedecida con Psique dormida en su pecho, cerró los ojos y empezó a sentir una paz hermosa, con sus corazones latiendo al mismo tiempo. La maravillosa sinfonía de la naturaleza la acompañó en su vigilia, arrullándola cual canción de cuna junto al ronroneo de la gatita. De su piel salió el micelio, esparciéndose sin prisas para sentir la corriente del río, la respiración de los árboles y la inmensidad de un mundo hermoso que pronto volvería a florecer.

Raziel L. Castillo. Nací en Venezuela, actualmente resido en Perú. He creado mis propias historias desde que tengo uso de razón y a los trece empecé a darles forma mediante la escritura, la cual es tan importante para mí como el aire que respiro.

