“Cúrate mijita, con los besos que te da el viento y los abrazos de la lluvia.
Hazte fuerte con los pies descalzos en la tierra y con todo lo que de ella nace. Vuélvete cada día más lista haciendo caso a tu intuición, mirando el mundo con el ojito de tu frente. Salta, baila, canta, para que vivas más feliz.
Cúrate mijita, con amor bonito, y recuerda siempre… tú eres la medicina”.
María Sabina
La primera vez que escuchó sobre la Sabia de los Hongos fue en la salida de la escuela. Le causó mucha intriga. Las madres se reunían en el amplio portón blanco una vez que habían entregado a los niños a las filas de sus respectivos grados. Las maestras ya se encargarían de ellos y las mujeres sonreían al verse libradas unas cuantas horas de la inquietud salvaje de sus hijos. Entonces comerciaban con los zapatos de moda de esa temporada, o preguntaban por las cobijas o toallas de los catálogos coloridos o simplemente pedían consejos de belleza mientras se probaban maquillaje seminuevo. Siempre era así para la mayoría de las mujeres, pero para Dina no, la vida siempre se había encargado de hacerle difíciles las cosas, siempre le puso obstáculos. Le tocó una infancia difícil, arduo trabajo desde las cinco y media de la mañana cada día de su corta vida. Ayudaba a preparar a su madre la comida para vender y la propia para la casa, levantaba a sus hermanos pequeños para que comieran al menos una tortilla caliente, un plato de frijoles y si tenían suerte, un huevo revuelto antes de marcharse a la escuela. Había que limpiarles la cara, ponerles el uniforme y los zapatos, intentar ir lo más presentables a la escuela para que no los humillaran con bromas hirientes. Cosa muy complicada por cierto, pues con la ropa remendada y la mochila rota siempre tenían ese aspecto paupérrimo. La pobreza y el hambre no les daban tregua, no los dejaban respirar, no importaba cuánto trabajara su mamá ni cuanto ella apoyara; siempre era lo mismo, terminaban exhaustas y el dinero apenas alcanzaba para los cuatro hermanos. Desde que tuvo uso de razón supo que su padre los había abandonado. Tal vez por eso su madre lloraba a moco tendido antes de ir a la cama, ocultando el sonido de su infelicidad con la música en alto. Las noches de su niñez estuvieron marcadas por ese dolor tácito. Por eso en cuanto creció dejó de estudiar para trabajar, para ser el brazo derecho y sostén de su familia; ser la mayor requería la responsabilidad de ayudar.
Tenía trece años cuando se fue a trabajar por el salario mínimo a aquella tienda de dulces por mayoreo donde acomodaba con sumo cuidado delicadas galletas en cajas pequeñas. Con el tiempo sus manos fueron creciendo y fue imposible que acomodara con exactitud aquellas delicias en los finos empaques. Fue llevada con las señoritas del mostrador para aprende a preparar enormes canastas con decenas de dulces típicos. Aprender la técnica le llevó pocos meses y poco a poco fue agradando a los exigentes clientes que se embelesaban por su habilidad de acomodar de forma graciosa cada empaque. No ganaba mucho pero ayudaba a la casa. Fue cuando conoció a Eduardo, aquel joven rebelde quien no dejó espacio para que respirara lo que le quedaba de niña. La conquistó regalándole un ramo de rosas. Nunca había visto flores tan cautivadoras, por eso ella le regaló su primer beso. Apenas cumplió los 16, se la llevó a vivir a su casa. A los 17 ya estaba embarazada. Entonces empezó el verdadero camino al infierno. Arrebatada por el “amor” apenas si podía decidir por sí misma. Los celos de él la consumían. No la dejaba salir, y si no estaba, su suegra era la que salía a hacer las compras. Tenía prohibido salir sola a la calle. Dina no veía la luz del sol, ni siquiera podía visitar a su madre, quien sumida en el desaliento por su partida, no trató de rescatar a la pequeña, apenas si pudo darle breve bendición y la advertencia de que aquello iba a acabar mal.
Tras el primer hijo vinieron los desvelos, la depresión posparto, las largas noches, que al igual que su madre trababa de cubrir con el estéreo a todo volumen. Eduardo nunca la volvió a tratar del mismo modo antes del embarazo. Jamás le volvió a regalar flores. Aunque Dina al poco tiempo regresó a su trabajo, él ya no la miraba de la misma forma. La ignoraba todo el día, lo veía coquetear con las otras chicas. Cuando se atrevió a reclamar, le dio un puñetazo. Le dolía haber perdido su cariño y… su respeto. Vino la vigilia, el temor de que borracho llegara a golpearla, humillarla y hasta violarla. Dina cada día se hundía más en una locura insoportable. Él siempre la comparaba con otras más delgadas, más bellas, más jóvenes ¿acaso habría más jóvenes? Sentía vergüenza y su llanto se multiplicaba. No hablaba de esto con nadie, nadie la podía ayudar aunque pidiera socorro con la mirada. Ella sola se había metido en ese problema y al parecer no había forma de escapar.
Fue cuando esa mañana escuchó a las otras mujeres de la escuela. La Bruja de los Hongos, hacia milagros. La Bruja de los Hongos había salvado a más de una de la locura. ¿Será que aún había una salida? ¿Alguien podría escucharla? ¿Ayudarla a soportar el matrimonio? Decidió visitarla, cuando vio la serenidad que desprendía la mujer dudó un poco sobre si era bruja o no, más bien parecía un ángel. Vació sobre la mesa unas extrañas piedras; la consultante observó cómo se concentraba y hacía algunos extraños movimientos con manos y labios. La hechicera se levantó, sirvió en una grácil taza un aromático té. Ambas tomaron el sagrado líquido, luego cerraron los ojos. Al abrirlos Dina, se le figuró que las piedras respiraban, tenían una tenue luz. Ignoraba que las piedras tuvieran vida, la facultad de ver lo oculto. Le hizo algunas preguntas, mientras las mujeres cruzaron miradas. Nunca había visto unos ojos tan nobles y enigmáticos. De acuerdo al sortilegio, las piedras revelaron que Eduardo la engañaba con varias compañeras. La Sabia de Hongos le preguntó si quería alguna magia para aplacar a su hombre, que se quedara tranquilo con ella eternamente. Eso la horrorizó, –el amor nunca se mendiga, al menos nunca he de rogar migajas –pensó. Se soltó a llorar. La maestra sintió lástima, y le obsequió otra pequeñísima taza con té de hongos. Ella misma lo tomaba, así se revelaba el mundo, las sentencias que el destino marcaba, exclusivo sitio que el Universo ofrecía. La Mujer de los Hongos la acompañó a la antesala de la verdadera realidad. Virgilio silencioso en un mundo desconocido. La sabiduría del honguito impregnó su flujo sanguíneo, penetró a su cerebro, cercenó el subconsciente, dulcificó amarguras, sacudió su ser.
Nunca supo exactamente cuan largo era el camino, el estrecho retorno a la dignidad, sólo sintió que fue extenso, pesado; tal vez no tanto como el abandono del padre, el dolor de su madre cada noche, el hambre de sus hermanos, la soledad que la cubría, los golpes de Eduardo o la humillación impuesta. La catarsis la llevó a la paz anhelada, al rabioso descanso apetecido. Cuando despertó se fue a casa con la ligereza de las aves en verano. Los honguitos la habían transformado. Las siguientes semanas fueron de un cambio extraordinario: empezó a decir NO. No golpes, no insultos, no llanto… incluso volvió a brotarle una leve sonrisa. Le renació la esperanza en la mirada. Un día se atrevió a ponerse un poco de maquillaje y los celos de Eduardo empezaron a arder. La violencia intentó brotar, pero Dina ya no estaba dispuesta a ceder. Mordió el paraíso y no estaba ya dispuesta a soltarlo. Ahorró mucho, regresó antes del mes con la Sabia de los Hongos. Se quedó sin dinero a cambio de una sesión larga, a cambio de su paz interior. El mundo le fue nuevamente revelado. Regresó a casa con la felicidad en el rostro y una pequeña bolsa de honguitos molidos.
Todas las vecinas se empezaron a preguntar por el milagro de Dina, por la inesperada viudez. Antes del año pasó de ser una piltrafa a una mujer libre, decidida. ¿Cuál había sido la medicina? Con las pequeñas manos de su hijo era capaz de construir un futuro limpio, brillante, lejos de las tristezas que venía huyendo. Ahora disponía de tiempo para sí misma, salía a la calle y sonreía. Trabajaba mucho y a veces se quedaba a platicar con las otras madres que se reunían frente al portón blanco de la escuela. La gente no comprendía los radicales e inesperados cambios. Para algunas mujeres los honguitos son eficaz remedio. Algunas intencionadas lenguas decían que los hongos se encargaron no sólo de liberar su mente sino de salvarla del marido infiel y golpeador.

Fabiola Morales Gasca. Maestra en Literatura Aplicada UIA. Diplomada en Creación literaria de SOGEM. Exalumna de la Casa del Escritor y Escuela de escritores SOGEM. Autora de Luciérnagas, Ruta de Palimpsesto, Eclipses, Cartografía del Caos, Rueda del Dharma, La llave plateada de la noche. Participante en antologías de Argentina, Chile, Colombia, España, Estados Unidos, México, Paraguay, Perú y Venezuela.

