Itzel Colin: El camino al teonanácatl

“Prometió que me iba a curar”. Fueron esas las palabras que resonaron en el alma resplandeciente de aquel otoño naciente, cuando los árboles dejaban caer sus hojas y la luz se deslizaba sigilosamente con el último ocaso. Era la época del cambio: lo que parecía eterno se entregaba a la transformación, y Tonalli, con el corazón inquieto, buscaba deshacerse de lo que la hacía distinta, como si pudiera moldear su esencia para encajar en un mundo que no estaba hecho para ella.

Había acudido a la bidxaa con la esperanza de hallar respuestas para sobrevivir a un entorno que devoraba lo extraño. Allí, la crueldad se disfrazaba de armonía, el dolor ajeno se exhibía como espectáculo y la inocencia era marcada con la culpa. Los que resistían se volvían sombras, condenadas a vagar. Y Tonalli sentía que su rebeldía era un peso líquido, imposible de sofocar. 

Sabía que apartarse del cauce común le acarrearía problemas, pero su mente era un río silencioso, con corrientes de pensamiento que rompían la superficie de lo visible. Imaginaba una sociedad donde la ternura y solidaridad no eran un gesto de debilidad, sino una columna capaz de reconstruir lo que siglos de indiferencia habían dejado fragmentado.

Por eso buscaba al teonanácatl, germen secreto de nuevas posibilidades. Sus redes subterráneas entrelazaban hilos fúngicos que tejían la verdad y abrían senderos hacia el entendimiento, conectando sus raíces con árboles, ríos y montañas. Se decía que podía transportar a otros mundos, desatar los nudos de la mente y abrir el umbral del encuentro consigo mismo. Eso anhelaba Tonalli: hallarse con su otra versión y reunir el valor para deshacerse de su divergencia, con tal de sobrevivir a lo que todos llamaban vida.

La bidxaa sabía que el encuentro con el teonanácatl podía ser un viaje sin retorno. Aquella pequeña guardiana de secretos antiguos llevaba en su píleo cónico la noche misma, señalando con su tinta dorada los recovecos que muchos prefieren no mirar y la guía que otros se niegan a seguir.   

En su transición, la mirada perdida de Tonalli en la figura del teonanácatl hacía que todo se volviera simultáneo: lo que fue, lo que será y lo que nunca se ha nombrado. Escuchaba voces infinitas en un territorio más allá del tiempo; luces que señalaban sus defectos con furia y resentimiento, como jueces eternos que dictaban sentencia sobre su ser.

Cada reproche obligaba a Tonalli a mirar lo que siempre había querido ocultar: su vulnerabilidad. Esa fragilidad que tantos esconden, temerosos de mostrarse expuestos en una sociedad llena de depredadores. Era difícil no sentir miedo. La hostilidad se dibujaba con los rostros de aquellos a quienes más admiraba. Había interiorizado la idea de que su esencia simbolizaba un defecto de la naturaleza.

Entonces, en medio de la penumbra, un susurro la llamó. No era de este mundo; venía de la nada: era el teonanácatl. No hablaba con palabras, sino con vibraciones que le decían que no temiera. Ella también era diminuta, apenas un cuerpo endeble que cualquiera podía aplastar. Y, sin embargo, su vida se multiplicaba en la penumbra. Su existencia florecía en la sombra, bajo la tierra, donde casi nadie observa. No necesitaba la mirada del sol, pues sus redes tejían conexiones bajo la corteza del mundo. 

La inmersión de aquellas palabras sobre Tonalli hizo que algo dentro de ella germinara como semilla; sentía que su ser se templaba en fortaleza. Ya no tenía temor; los destellos gradualmente fueron desapareciendo y el sosiego inundó el lugar. Entonces comprendió que su raíz podía volverse micelio. No había cura para su mal, porque la vida no era sobrevivir para encajar, sino expandirse, entrelazarse y sostener.

De la Tonalli no se volvió a saber nada; algunos aún la evocan en murmullos, otros la han dejado caer en el olvido. Pero a veces, cuando el camino conduce al bosque y un hongo aparece entre la hojarasca, todavía se puede sentir su presencia: un aliento sutil que recuerda que lo insignificante también sostiene la vida. 

Itzel Colin. Estudié Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Mi interés por comprender y pensar el mundo desde diversas perspectivas me ha llevado a encontrar en la escritura un refugio para habitar otras realidades, explorar críticamente estructuras y preservar memorias que no deben olvidarse.

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