La cicatriz de la cesárea sería la huella de tu cuerpecito que también era mío, las manitas que se refugiaron en mis senos forman las pericias de un hueco naciente en el corazón y antes de que pudieras decirme madre, yo te dije hija.
Me subí la falda y sentí a tu padre, se llevó mi cabeza; nunca me contestó las llamadas, tenía quince años y la canción de Shakira me asustó. La escuché a escondidas de mi propia madre. Hasta que se lo dije, me enseñó la cruz y me obligó a permanecer bajo la sombra de un embarazo.
Cuando los hermanos de la iglesia nos visitaban para compartir la palabra del Señor, la lengua se me trababa y mi madre me echaba los ojos. Les había dicho que tenía un problema de la tiroides y que por eso me veían “subidita de peso”, pero cuando desaparecí en el último mes, todos se dieron cuenta y se callaron porque… “pobrecita de la hermana Cecilia tan bien que cuida a su hija”.
No tenía muchas alternativas, si me quedaba contigo me echaban y si te daba en adopción ambas podríamos tener una mejor vida.
Te tuve entre mis brazos y te solté antes de tiempo; una pareja buscaba una niña en el hospital donde mi madre era enfermera. Besé tus piernas y te lamí la cara e hiciste una media sonrisa.
Los novios extrañados me preguntaban por aquella marca y yo decía que mi propia carne me habría hecho una apertura como aquellos cerros que con los años muestran sus rupturas para volver a la gente en casitas de cartón.
Seis años después alguien se dejó cazar, pero todos los días tenía que agradecer el favor hasta que el matrimonio terminó. No solo me divorcié de mi marido, también de la iglesia. Mi madre no me quiso volver a ver, dijo que ya era suficiente y que no tenía remedio.
Ya con mi conquistada libertad, el bondage se volvió mi terapia y a veces era feliz. Sin embargo, la cicatriz comenzó a doler y temí que algo malo te pasara. La rasquera era insoportable, en aquella línea chueca un picor rebasaba su camino hasta llegar a los pies. Fui por una pomada de árnica y me froté los remedios que mis amigas me recomendaron. Me di a la tarea de conseguir sábila y colocarla en el lugar para calmarlo. No había resultados.
En el hospital, me pasaron con un especialista de la piel, tomaron radiografías y determinaron que se trataba de una enfermedad mental, me canalizaron con un psicólogo.
Casi me convencieron de que estaba loca y traté de tragar las explicaciones como propias, pero algo me decía que se trataba de ti. Por último, desesperada acudí con una bruja que tenía su local por mi vecindario y descalza me escupió agua bendita. Mientras recitaba oraciones en una lengua desconocida. Habló de ti y del hilo rojo del destino que nunca podría separarnos.
Debía buscarte porque la rasquera se había expandido en todo mi cuerpo, mi piel se había puesto colorada y mis uñas se quebraron.
Para que no me vieran consumida en mi agonía y ansiedad, trabajé desde casa y escondida de todos. Lloré en el teléfono cuando le supliqué a mi madre que me diera la dirección de tu casa. “No cometas una locura” fue lo último que me dijo tu abuela.
Toco su puerta…
—¡Madre! Necesito que me digas dónde está mi hija
—Juana, ya sabes que no puedo.
—¿Cuánto dinero te dieron?
—El suficiente para mantenernos.
—¡Mantenerme en una prisión!
—Agradecida deberías de estar, no sabes cuántas bendiciones te manda el pastor.
Mi boca se convierte en la cabeza de un champiñón y aspiro a mi madre hasta que desaparece. Horrorizada, esculco su cuarto, encuentro viejos vestidos de joven que todavía guardaba, cartas y una cajita musical que le dio mi padre. Hay otra carta, enviada por tus nuevos padres y con suerte es la dirección.
Encuentro a la otra cortando flores del jardín, una perfecta señora, pulcra, sin mi cicatriz y le digo que estudiamos juntas en el colegio. Se disculpa por no recordarme y me invita a beber una taza de café; veo tus siete años corriendo por toda la casa, tienes mi mirada desafiante, las manos de tu padre y te acercas a mí para enseñarme tu muñeca. Me rasco con una pluma y la otra quizás piensa que yo soy una loca por subir la camisa hasta el cuello. Después ve la línea ya abierta con un hueso asomándose y horrorizada me pide que me vaya.
Yo te cargo y te pongo la cara frente a mi pecho. Intentas patalear, pero te aprieto más fuerte y de pronto, todo se calma y hay un silencio que se mueve por mi cuerpo. Pides a tu madre, te lo digo allí delante de la otra: “Aquí estoy”. Gritas, me pegas con las manos.
Mi alma se queda afuera, la otra me ruega que me aleje y asegura que si me marcho, no levantará cargos.
Después del incidente pasaron tres semanas: ya no comía, la piel se arrugó, mis cabellos se cayeron por completo, la nariz parecía carcomerse y nacieron unos hongos en mis brazos y pies.
Yo los acariciaba, les daba ternura y los hacia parte de mí. Los hongos se extendían hasta no dejar un rincón de mi piel y comprendo que pronto sería varías formas dispersas que crecerían por todos lados.
El intestino grueso hace un amarre al estómago, un nudo perfecto y del ombligo sale sangre y pus. Los dientes se caen por completo y la lengua cuelga de lado.
Vigilo tu hogar hasta aprenderme los horarios y cuando estoy segura sobre en qué momento entrar sin ser descubierta, cruzo el límite. Me las ingenio para abrir las puertas, cuando la otra no está. No puedo gritar, pero escucho como los huesos de mi cuerpo se trituran. Toco las paredes e impregno mi esencia. Solo escucho un ruido similar a una explosión y los cuartos se llenan de mis hongos, mi sangre se derrama por las paredes coloreándolas de rosa, me hago parte de los techos y de tu cuarto por completo.

Marcia Ramos Lozoya: Las formas del hongo. Soy escritora y maestra, tengo publicados los libros Brevedades infinitas, Diles que no nos vean, Las calles hablan y La resurrección de Rosita Morales.

