Tatiana Cabrera Mogrovejo: Los trece de Selva Pascuala

Hace 10 mil años en Selva Pascuala, una vida hostil transcurría entre la caza y la recolección, el silex y el hueso, las cuevas y el fuego. Selkan, en sus cortos 14 años había sobrevivido —según su pensamiento—, más tiempo del que se había imaginado. Aunque cazaba con agilidad e inteligencia, su fuerte eran las plantas, conocía todos sus secretos —o al menos eso creía—, recolectaba toda clase de frutos y hongos en los bosques.

Selkan, entre otras cosas, acostumbraba a sentarse en el filo de un risco a mirar los amaneceres, se preguntaba si toda esa belleza e inmensidad que sus ojos alcanzaban a contemplar eran solo una casualidad o un simple golpe de suerte. Cierto día, envuelta en la penumbra azul oscura que precede al alba, Selkan miraba atónita cómo el sol se asomaba entre las cumbres de las altas montañas, sentía el olor a tierra húmeda y hojas respirando el rocío. Bajó la mirada, la brisa leve de la mañana acariciaba su piel, y entre las rocas vio unos destellos de lucecitas rojizas, se acercó, y de pronto se asomaron unos pequeños y finos hongos, nunca los había visto. Sintió una chispa silenciosa, una sensación como si algo se alineara en la profundidad de su ser. Tomó un par de esos misteriosos hongos y los introdujo en la cesta tejida que colgaba de su cuello.

Durante todo el día, Selkan experimentó una sensación rara, parecía que los hongos le hablaban, pero no podía entenderlos. Se sentía muy ofuscada, ¿qué querían decirle?… 

El último hilo de luz desaparecía en el horizonte y la noche gélida se abría paso. En su cueva, Selkan mantenía una fogata encendida, comió un poco de raíces y semillas que había recolectado, eran tiempos difíciles porque la caza estaba escasa. Miró al fondo de la cesta y ahí estaban, esos seres enigmáticos que descubrió y que trataron de hablarle durante el día. Los tomó con sus manos, el fuego iluminaba su duro rostro con ráfagas anaranjadas. Sintió paz, no había nadie más, solo ella, el fuego y la noche. Sus dedos tocaban los hongos con delicadeza, cerró los ojos y los introdujo en ella. Ya dentro de su boca, los masticó y sintió un sabor terroso y seco, seguramente el calor del día los deshidrató, pensó. 

Nada cambió de inmediato… pero algo muy en su interior empezó a moverse, su estómago le quemaba y muy pronto todo su cuerpo. Una visión empezó ha encenderse. De pronto, la cueva estaba viva, respiraba igual que ella; el fuego no solo la calentaba, ahora hablaba, crujía una lengua que ella comprendía con el cuerpo…

En un instante inesperado, le llegó una visión como un susurro, no con palabras sino con presencias. Varias sombras bailaban a su alrededor, eran animales, personas, montañas, ríos y plantas. El calor del fuego no venía solo del fuego, y olor a tierra no venía solo de la tierra. Ante sus ojos de venado, la cueva se abría a un espacio inconmensurable, imposible, como si el mundo se estuviera desplegando desde adentro. Las sombras se deslizaban con la ligereza de su memoria; una de ellas se le acercó, Selkan no podía reconocer su rostro, pero si su olor, su presencia se sentía tan cercana como si toda la vida hubiera estado dentro de su pecho. Era la persona quien la amamantó, su madre, la que murió antes que ella pudiera decir una palabra. Cada vez la sentía más cercana, como si nuevamente fueran una sola carne.

Su madre le extendió sus manos, dejando caer ocre, hongos y ceniza. Solo la miraba y sin la necesidad de hablar le transmitió un saber. Selkan comprendió que no estaba sola, que todo estaba tejido, que ella y todo lo que le rodeaba formaban parte de una red inquebrantable. Todos los espíritus la empezaron a rodear, le contaban quién es. De los ojos de Selkan caía una torrencial lluvia, por primera vez, vio el tejido invisible que siempre la había sostenido, el hacedor de los amaneceres que la dejaban sin aliento. 

Poco a poco la visión comenzó a desvanecerse, Selkan sintió que todo le había sido entregado. Estaba más despierta, más viva. Tomó el ocre y la ceniza que le entregó su madre, los mezcló con un poco de agua del pequeño riachuelo que atravesaba su cueva, y pintó a esos enigmáticos y mágicos seres que le permitieron conectarse con los espíritus de sus ancestros. Entre los trazos de sus dedos, de a poco fueron surgiendo trece formas alargadas, con capuchas redondeadas: los hongos, ya no eran simples plantas, ahora eran el puente a la sabiduría de los ancestros; una marca que el tiempo no podría borrar. En un momento se detuvo, observó los hongos en la pared de la cueva, y se sintió conectada con algo que no alcanzaba aún a explicar con palabras, pero que, desde ese momento la acompañaría para siempre, a ella, a los suyos y a su descendencia. 

Soy Tatiana Cabrera Mogrovejo, historiadora, docente e investigadora independiente. Mi trabajo cruza la historia con temas como género, interculturalidad y diversidad, áreas en las que he aportado a través de publicaciones académicas. Me mueve un profundo compromiso con la justicia social y el servicio a los demás, valores que guían tanto mi investigación como mi práctica profesional.

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