Itzel Colin: Sabina, la costurera

En una lúgubre noche de alguna tierra sin nombre, una luz se vislumbra a lo lejos. Es el sonido de un pedal, marcado por el cansancio de los siglos, que se mueve con ímpetu, mientras las agrietadas manos de Sabina deslizan la tela con destreza sobre la agitada aguja, que forma puntadas de recuerdos. Tejidos de memorias que se conservan en cada costura, unidos meticulosamente para formar historias; remembranzas de una vida.

Con astucia, los hilos se entrelazan en un intento por preservar el presente, ahuyentar el olvido y atrapar los recuerdos que se escapan, implacables, dentro de aquella habitación donde Sabina siempre tenía algo que contar. Y ahora, solo permanece callada, entre el silencio de las telas y la pequeña luz que la acompaña durante toda la noche.

Ya no conserva la misma energía; le cuesta admitir que se siente cansada. La fatiga de los años ha hecho que sus pensamientos comiencen a divagar. En otros tiempos, su mente no conocía la calma. Siempre estaba preocupada por sacar adelante a su familia. Pasaba los días aprendiendo, buscando cómo perfeccionar el dobladillo, los remaches y experimentando nuevas técnicas. Incluso cuando los pinchazos de la aguja sangraban sus dedos y la fatiga en la espalda no cedía, ella jamás se detenía.

Aunque quisiera, no podía darse el lujo de descansar. Cuando la necesidad apretaba, su mente se olvidaba del dolor y el pedal no cesaba. En los tiempos de mayor trabajo, hasta su sueño, volaba. Probablemente, esa es la razón por la que aquella máquina de coser enredaba los hilos y atoraba a propósito sus engranajes, forzándola a parar. Durante muchos años, tales interrupciones hacían que Sabina la maldijera con furia, hasta que un día comprendió que, en su terquedad, la ayudaba a no tener siempre los pies hinchados.

La vida solo le permitía pensar en los cortes que debía entregar a los Sorbedores; no quería que aquellos seres surgidos de la oscuridad dejaran a sus hijos con los estómagos rugientes. Ya era suficiente con que hubiesen absorbido toda la industria y sus recursos naturales, para, además, intentar llevarse lo poco que aún podía obtener. Por ello, siempre se esforzaba en hacer las puntadas más bonitas, creía que así el pan nunca le faltaría.

Tal vez ese sea el motivo por el que ahora los recuerdos se escapen. Quizás ya se sienten agotados de tanto trabajar y solo quieren salir a jugar. Por eso, cada noche, Sabina deja una vela encendida, para que la luz los guíe hacia dónde tienen que regresar.

Incluso, en los días más helados, Sabina sale a formar caminos de piedras fluorescentes con la esperanza de que encuentren el rumbo. La desvela la idea de pensar que alguno se extravíe en la oscuridad. Se niega a olvidar las primeras risas de sus hijos, sus cumpleaños o los garabatos hechos con crayón que alguna vez rayaron sus telas. No puede permitirse borrar de su mente lo único que le queda: las evocaciones de su existencia, de su trabajo.

¿Cómo se puede desvanecer el recuerdo de todo lo aprendido? Sería acabar con la vida misma. Pero ¿qué podía hacer si sus memorias se escabullen? Por más que intenta detenerlas, ellas insisten en ser libres, como aves que emprenden vuelo hacia tierras que ya no se pueden ni divisar. Su cuerpo, ya cansado por la edad, hace años que no le responde. Solo su espíritu permanece despierto, entre hilos y telas que rodean la habitación. Pero algo en esta velada, tan somnolienta, le hace presentir a Sabina que sus recuerdos ya no volverán, que el olvido empezará a instalarse en este lugar y que, con él, ella también partirá. No sabe hacia dónde, pero intuye que será a nuevas tierras donde las costuras no se deshacen, y las historias, como la suya, no se olvidan.

Soy egresada de Relaciones Internacionales por la FCPyS, UNAM. Me desempeñé en el servicio público, experiencia que profundizó mi amor por la escritura, la cual me ha llevado a explorar otras realidades, cuestionar lo establecido y rendir homenaje a las memorias de mujeres que han resistido en silencio.

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