Mónica Urbina Lagunas: Prohibido zambullirse

La playa El Caiman estaba abarrotada de familias que les había parecido muy buena idea pasar el domingo lejos de las obligaciones domésticas. El cielo se había empezado a llenar de nubes como el mar de bañistas que, sin temor a la temperatura del agua, se zambullían en ruidosos clavados. El viento sacudía las sombrillas, las mujeres sujetaban sus sombreros, se quitaban los lentes y miraban amenazantes al cielo como si así lo obligaran a despejarse. El ruido de las bocinas, las carcajadas y el crujido de las papitas se volvieron una especie de conjuro colectivo para espantar el pronóstico de lluvia.

Sentados sobre lo que había sido un castillo de arena, Emilia rodeaba con las piernas a su hijo, Luis, y observaba a Mario, su marido, quien desde lejos le indicó que protegiera al bebé de las ráfagas del viento. Emilia lo acostó en la arena y con los dedos de sus pies sintió la piel fría y temblorosa. Su mirada regresó al mar, clavando cada uno de sus pensamientos en las olas que no paraban de morir en la orilla. Sin embargo, ella contemplaba un halo de tranquilidad que coronaba el horizonte, un territorio ajeno a la tempestad que se avecinaba. Quería comprobar por sí misma que el mundo se terminaba en esa línea, correría hacia Mario, y segundos antes de que este se disgustara, su cuerpo estaría anegado de mar. En su intento por hacer realidad su deseo, estuvo a punto de pisarle la mano a Luis.

De pronto el sol volvió a aparecer entre las nubes que se movían lentamente como cetáceos. La arena recuperó sus destellos y los niños corrieron antes de que se perdiera el encanto del día de verano. Emilia cogió a su hijo porque su esposo se acercaba, escurriendo agua, le pidió que le pasara una toalla y que por el amor de Dios no expusiera más al niño. Emilia se acomodó a un lado de su esposo, a quien le dijo que Luisito estaba casi dormido porque el clima lo había agotado. Finalmente, preguntó, ¿qué tal está el agua? Bien, le respondió su marido, relajando sus extremidades, era una tortuga preparándose para el desove.

Emilia lo cubrió con una de las sabanas, comentó algo sobre el clima y la posibilidad de que lloviera. Hubo una larga pausa que fue interrumpida por los ronquidos del hombre que se había vuelto uno con la tierra. Un estertor que duró más de lo habitual la sorprendió, creyó haber escuchado un trueno, y estuvo a punto de despertar a Mario hasta que se percató que los niños que corrían despavoridos por el rugido de las olas, las gaviotas que graznaban al desenterrar migajas de galletas, las decenas de familias ahora permanecían estáticas como las nubes grises encima de ellos. Frente a Emilia y Luis estaba el mar esperándolos.

Con su hijo sentado sobre sus caderas, caminó a la orilla decidida y sin temor a que nadie la detuviera; entre sus dedos sintió la espuma del mar, era la misma textura del betún. Antes de seguir, dejó a su cría únicamente en su trajecito de baño. El viento parecía moverse para protegerlos hasta que se adentraran en esa embarcación tan inmensa como imposible. Emilia tomó el cuerpo de su hijo como si fuera una antorcha. Caminó sin mirar atrás, sin extrañar lo que dejaba, su bebé era el único presente, el recuerdo que se llevaba de una pesarosa travesía.

Mientras tanto, Emilia y Luis sobrevivieron como lo habían hecho desde siempre: flotando. Aunque el segundo se aferraba al cuello de su madre, cada una de sus extremidades se endurecieron. La corriente le arrebató el cuerpo de su hijo. Cuando sus pies ya no encontraron la fuerza, ni la tierra para brincar sobre las olas, Emilia cerró los ojos, aguantó la respiración y cargó todo su ser de rocas. La vida terrestre siguió su curso.

Luis había visto desaparecer a su madre en un par de segundos, y sentía cómo las nubes y el viento jugaban muy por encima de ellos. Lo que persistía, junto con la viscosidad del momento, era la fuerza que lo mantenía ahí en ese punto del abismo marino. Su madre tenía una reunión con aquella presencia que habitaba todo lo existente bajo el mar y él no podía interrumpir. La encontró con los brazos hacia la levedad de la luz. Aquellos ojos, no del todo cerrados, abrieron una ventana en la borroneada conciencia de Luis: nunca pudo presenciarla tan bien como ahora, hecha de piedra. Antes de que fuera demasiado tarde, se incrustó muy cerca de su pecho, perdiéndose por completo en la penumbra. 

Fueron los niños quienes alertaron sobre las gotas que caían, gritaron y saltaron en la orilla de la playa; contaron las primeras que cayeron en sus brazos y saborearon las que se fundieron en sus lenguas. El escándalo despertó a Mario, guardó las toallas, la sábana de borregos, los biberones y pañales. Al igual que los demás, avanzó hacia el otro extremo de la bahía, el mar era invisible por la lluvia. Mientras caminaba, vio a familias cubriéndose y salir corriendo al estacionamiento; siguió buscando, ni su esposa e hijo aparecían. Frente a las montañas de agua que se desplomaban, el nombre de Emilia y Luis fueron apagados por la lluvia, en el puesto del salvavidas izaron una bandera roja.

Nací en Guerrero, pero actualmente resido en La Paz, BCS. Me he dedicado a la escritura como un camino para el autoconocimiento; he participado en antologías infantiles, de vez en cuando publico prosa poética en mis redes sociales. Soy de formación profesional docente. Me gustan los gatos y la sandía fresca.

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