Comenzó a esperar en el balcón dos horas antes de la hora habitual, y observaba cómo el deseo viraba bruscamente dentro de su cuerpo, como un mono enfurecido que se golpeaba contra los barrotes de la jaula.
Juana Adcock
Un día, cuando se dio por vencida, se dispuso a encontrar un objeto de deseo así fuera algo inasible. Ahí, se dijo, puedo verter todo lo que se desborda. Con esa resolución, por las noches miraba el techo y anhelaba; imaginaba todas las posibilidades y le ponía contentísima saber que su mente era capaz de recrear situaciones y hacer de cuenta que las sentía. Se conformó con eso. Pero ese tipo de deseo comenzó a escasear. Esto no es normal, necesito ser persona. Recordó los besos de quienes ya había olvidado, agotó las imágenes hasta el hartazgo y luego no quiso saber más del tema.
Lo averigua esta noche: cuando no los alimentas, los vestigios del deseo despreciado se vuelven en tu contra.
El viento empuja las cortinas sobre el mosquitero y las ondas vistas de reojo logran distraerla. Gira la cabeza cada cierto tiempo para corroborar que sigan siendo las cortinas. El ventilador contribuye a la buscada distracción, tiene una base larga y medio destornillada, dos de las cuatro patas que lo sostienen están oxidadas y la ligereza de su base necesita de un pedazo de cartón doblado para lograr cierto equilibrio, se tambalea de vez en cuando y hay un rechinido que persiste.
El ruido constante se aclimata a la quietud, el silencio retumba. Sin embargo, no logra distraerla del todo.
Suspira y exhala, trata de poner los pies sobre la tierra y enumera los objetos que la rodean: un plato hondo permanece en el escritorio desde ayer, los restos de comida se han endurecido en su fondo; a su lado, un cortaúñas recién usado la semana pasada; hay tres billetes de la misma denominación dispersos en la esquina derecha, uno de ellos cubre las pastillas restantes para los cólicos; más abajo, un formulario de plantas medicinales con un subtítulo que dice: Descubre la manera de curarte “naturalmente”, en la página ocho está el remedio número dieciséis para la ceguera, subrayado con marca textos verde: “tantos gramos de trueno o coranpuz y medio litro de agua, hervir y tomar dos tazas al día”; hay un tallo de manzana y un par de semillas de naranja; más a la orilla, en la esquina izquierda, un calendario que se insiste en febrero; justo arriba, en el estante, un frasco de vidrio se apoya en la superficie con la mitad de su cuerpo al borde.
Se contempla brevemente: el olor de sus manos, la irregularidad en el largo de las uñas, el tirante que no deja de soltarse de uno de los hombros, el cuero que permanece levantado en su sitio vistoso, rojizo y multiplicado en el resto de los dedos. Sigue sin suceder lo que esperaría. Podría pararse de la silla sobre la que gira y mirar afuera, esperando encontrarla ahí: ropa tendida, un conjunto de plantas, el atrapa sol inservible a las ocho de la noche.
Prefiere no pensar en ese silencio; todo el alboroto se reúne en un solo sitio y no halla dónde acomodarse, hace ruido pero no trasciende.
Pellizca los vellos de sus brazos, acerca el rostro lo suficiente para recibir la ventisca artificial. Se rinde cuando el bochorno se vuelve insoportable.
Desplaza la mirada en todas las direcciones, evita mirar hacia donde sabe que podrá encontrarla.
El espejo en el que nos vemos, piensa, está a una distancia prudente para evitar ver nuestra semejanza.
Si toma la toalla y, con un paso apresurado, camina hacia la puerta con la intención de soslayar el reflejo, ¿permanecerá ella ahí? Ayer, después de tomar un baño, evitó mirar su rostro.
Sucedió por primera vez unos días antes, cuando aún deseaba, mientras se paraba frente a ella para secar su cara. Sostuvo su mirada con firmeza, quiso estudiarla en su momento más vulnerable; los ojos almendrados rojizos en las esquinas, la piel sonrojada, sus clavículas y la parte superior de sus senos; eran una imagen nítida que opacaba todo lo que no fuera ellas.
Una angustia le nacía en el pecho, como con desgarres apenas alineaba sus figuras. Le sonreía, se sonreían, pero los bordes de la boca temblaban por sostener el gesto. Parecía obligada a permanecer frente a ella, sentía cómo su mirada vidriosa se esmeraba por hacerle frente.
Sus ojos se desviaron un momento, pero bastó para que su forma dejara de asemejarla y sus pupilas, ahora dilatadas, le fueran irreconocibles. De su rostro nada era diferente al suyo, pero un repeluzno la tomó por sorpresa, apenas un mínimo gesto hizo mímica con uno de ella. No quiso apartar la vista, temió desconocerla por completo luego de un parpadeo.
Desde entonces, sucede a ciertas horas de la noche, cuando ya no encuentra en dónde depositar sus emociones más ociosas. El zumbido y las palpitaciones torrenciales recorren su cuerpo como bombas activas. El calor que trata de emerger la enloquece. Pareciera que el deseo que tuvo antes se desbordó en sitios que no contempló.
Hoy, sin embargo, la motiva un deseo extraordinario.
Se levanta de la silla y va directo a desconectar el ventilador. Es incapaz de mirarla, sale directamente hacia el baño.
Afuera permanece todo como otros días. El cielo medio esclarecido por las nubes apenas densas de agua y el viento que, al mover las ramas de las plantas, le pone los nervios de punta.
El gato, como si lo supiera, la mira desde su escondite entre los helechos con sus ojos dilatados, parecidos a los que evita mirar.
Se baña, se mira desnuda frente a la otra, le sonríe, pero aquella no le corresponde y comienzan a secar sus cuerpos, se tocan la cara y se acercan a la superficie del espejo.
Si acaso la otra le ultrajara todo lo que ella sentía suyo, no importaba cuán ruin fuera la idea de quedarse del otro lado, aquella se haría cargo de lo indecible, de lo que, en numerosas ocasiones, la colmó de miedos hacia sus propios anhelos. Como cuando se queda en el rito de la contemplación y no llega a ningún lugar, aunque anhele lo diferente.
Desconoce a la otra por ser lo que desea. Lo que ansía, la idea de lo que alguna vez quiso ser, ahora enfrentada a una vida sin muros que la contengan, muros que la mantuvieron, aunque en constante expectación, en paz. Los ojos de ella se oscurecen hasta volverse completamente negros, vacíos, como el abismo de las cuencas de un cráneo. Vete, lárgate, le susurra.
La otra, con una sonrisa que apenas se percibe como tal, se aleja del espejo y sale.
Y se queda ahí, en su lugar, pensando en cualquier cosa. En los objetos, trata de recordarlos, pero no puede. Le duele todo horriblemente. Las venas de los ojos se le llenan de sangre y palpitan como las venas de sus sienes. Es espantoso, repugnante; las veces que se ha amasado la cara con furia comienzan a ser su tormento, como si estuvieran pasando todas en este momento
Le escurre humedad por las comisuras, por las mejillas. Es terrible, terrible. Las lágrimas son espesas, les cuesta soltarse del pliegue inferior de los ojos; caen con una parsimonia que no se asemeja a los ruidos guturales y desesperados que nacen de sus cuerdas vocales. Luego adquieren color. La sangre cae con tal abundancia y asquerosidad que no puede seguir mirando. Y recuerda el deseo incierto. Se lleva las palmas para cubrirse la parte superior de la cara y luego las hace puño de tal manera que la piel rodeando sus ojos se frunce y le escuece por la fuerza con que sus uñas, medianamente crecidas, rasgan hasta desprender lo que está a su alcance. Sin tener suficiente, las manos se retraen unos centímetros y, con los cinco dedos en torno de las cuencas, trata de tirar de sus globos oculares. Por la desesperación, aquello resulta en un desastre, pues no pueden desprenderse completos y las hace pedazos. Le falta empeño. Y le frustra porque parecen tan frágiles, como si pudieran derretirse en cualquier momento; más están tan anclados que debe usar una fuerza inaudita. Es un dolor extraño, lo que esperaría de un par de nervios halados con furia. Sus ojos se exprimen entre los puños exasperados y su risa, y la risa lejana de la otra, y sus jadeos y los jadeos de la otra son lo único que percibe mientras amasa el material gelatinoso entre sus manos.
Se endereza y descubre que tiene la vista ensombrecida, destrozada. Así no podrá encontrarla, aunque la escucha, no volverá a encontrarla. Ha cometido un terrible error.

María José Escobar (Querétaro, 1998). Licenciada en Letras Hispánicas. He participado con cuentos breves y microficciones en números y plataformas de los medios de difusión literaria Revista Ibídem, Revista Oropel, Hipérbole Frontera, Revista Alcantarilla, Enpoli, Tintero Blanco y Black Thunder. Beneficiaria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico PECDA Querétaro (2024-2025).


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