Se tiene la creencia de que las viudas negras devoran al macho después de copular, pero es un mito. En realidad, únicamente lo hacen en condiciones de cautiverio, cuando se sienten atrapadas —le comentó, tratando de hablar de cualquier otra cosa que no fuera lo que ambos estaban sintiendo.
Cuando él le preguntó:
—¿Te puedo dar un beso?
Ella supo que el precipicio estaba ahí, invitándola a saltar, y que, sin duda, lo haría. Su adicción al vértigo era más fuerte. La sensación de volar por unos instantes sobre el abismo y la promiscuidad le excitaban.
Aunque la catástrofe era inminente, decidió jugar sus mejores cartas. Al lado de un matrimonio apolillado, desgastado por besos rutinarios, pijamas de franela y cuentas por pagar, ella representaba la novedad y no tenía reparos en materializar cualquier fantasía. Su abuela le había compartido un secreto:
—Ningún hombre se conforma con una sola mujer. Por eso, el truco para mantenerlo contigo es transformarte cada noche en una diferente.
Le mostró los retazos de tela transparente que usaba como velos para personificar una odalisca, los pañuelos con los que se anudaba el pelo, y los largos aretes que se ponía al convertirse en mulata.
—Pero eso sí —agregó—, pase lo que pase, no cedas tu poder. Fluye con el deseo, pero nunca dejes que te carcoma. Si debes elegir, deja que te guíe el instinto.
Desde la primera noche, él quedó prendado de ella y de todas las mujeres que representaba. Le dio las gracias por su humanidad y, con una culpa simulada, se despidió, dejando claro que sería cosa de una sola noche. Pero volvió la siguiente, y el viernes entrante, y así siempre que tenía oportunidad. La sorpresa lo mantenía adicto, porque ninguna noche era igual a la anterior. La transformación era asombrosa: ella era capaz de cambiar hasta su forma de besar y de gemir. Tenían encuentros estridentes y fugaces, tanto como largas sesiones de besos parsimoniosos, de cuerpo completo.
Después de un año de encuentros furtivos, en ella empezó a crecer un instinto territorial que había estado dormido por mucho tiempo. Ya no le bastaban unas cuantas horas. No soportaba la idea de imaginarlo acurrucado con otra, jugando a la familia feliz los domingos mientras ella desayunaba sola viendo la televisión. Sobre todo, odiaba no ser ella quien decidiera cuándo verlo. El truco de la abuela ya no funcionaba. Una noche le pidió que se quedara. Solo quería dormir con él, aunque fuera una vez. Olerlo al despertar, mostrarle una variante de mujer diurna, con besos de café recién hecho.
—Ya sabes que no puedo.
El rechazo desató una rabia desconocida que electrizó todo su cuerpo. Un sarpullido rojo le invadió el pecho, empujando un alarido:
—¡No somos más que un puto cliché! —gritó con la voz hirviendo—. ¡No, yo soy un cliché!
Sus pies, tensos, se acalambraron. Cada poro de su cuerpo transpiraba la frustración acumulada de haberse perdido. No se reconoció. Dejaron de verse por unas semanas, pero a la primera provocación —un beso en el elevador—, ella le abrió la puerta de nuevo.
Con cada nuevo performance, ella se debilitaba. Le dolían los huesos, y el abismo comenzaba a invadir su propio cuerpo. Se le notaba en la cara, en la piel, en los ojos. Él, mientras tanto, se veía rozagante, cada vez más sensual. Caminaba con la seguridad de quien sabe que su ego se fortalece al sentirse deseado. El deterioro de ella era tan evidente que su jefe le sugirió que se tomara unos días.
—Váyase a la playa o al campo, salga de fiesta con sus amigas y la veo el lunes con la energía recuperada.
Ella aprovechó para compensar el insomnio de tantas noches. En sueños vio a su abuela, que le preparaba un té de hojas de naranjo y valeriana «para apaciguar la mente y relajar el cuerpo».
—No olvides que tienes la fuerza de cientos de mujeres —le dijo, mientras tomaba su mano y le entregaba unas bayas oscuras que ella reconoció por los libros de remedios y hierbas que tantas veces le había enseñado. Su instinto le dijo qué hacer.
Habían quedado esa noche. Desde temprano comenzó el ritual. Tiñó su piel de un tono más oscuro con té negro, se colgó un collar de conchas de colores, dejando su pecho descubierto, cual amazona. Apenas cubrió sus nalgas con un taparrabos hecho de hojas secas, se alborotó el cabello, usó un maquillaje sencillo y remató el arreglo perfumándose con esencia de jazmín y canela. Lo recibió casi en penumbra y le dio a beber un licor agridulce.
—Es de moras —le dijo.
No le dio siquiera oportunidad de moverse. A él le gustó saberse dominado y asumió que esa era la personalidad de la mujer en turno, así que se dejó llevar. Ella lo tumbó en la cama y lo amarró suavemente de manos y pies. Comenzó lamiéndolo con suavidad, de pies a cabeza y de regreso, saboreando sus partes favoritas.
Con cada lamida, él sentía cómo se le adormecía el cuerpo. Cuando ella se le puso encima para besarlo en la boca, sus pupilas estaban ensanchadas y la respiración era tenue. Descendió nuevamente a los pies y, siguiendo la inercia, le mordió suavemente el dedo pequeño, lo arrancó con delicadeza y se lo tragó. Escuchó un leve quejido y lo obligó a tomar otro trago de licor. Cuando él hubo cerrado los ojos por completo, ella continuó dando pequeños mordiscos, engullendo fragmentos de ese cuerpo que, por primera vez, era suyo.
Con cada bocado recuperaba el color en las mejillas, la mirada salvaje. Se supo hermosa. Intercalaba pequeños sorbos de vino tinto y le sorprendió el buen maridaje con la carne humana. Dejó los labios para el postre.

Poeta y narradora emergente, feminista y defensora de los animales. Incursiona en la poesía, collage y cuento.

