Nadie en el mundo quiere escuchar la verdad. Nadie en el mundo quiso oírnos. Por eso vagamos en el tiempo del agua, fuera del mundo en que nacimos, porque a nosotras nos mudaron la ciudad, trazaron sus calles como laberinto, a nosotras nos quitaron los mapas para que no pudiéramos encontrarnos, después alzaron las murallas alrededor de la villa, y nos echaron… Yo solo pude salvar mis zapatos rojos, el cinto de cascabeles que anuncia el tránsito de los enfermos, los leprosos, aunque a nosotras la lepra no nos corroe… Rescatamos también la cuchara, fue lo único que extraje de mi casa, que me permitieron llevar. La cuchara no sirve para comer, pero yo la guardo como objeto sagrado. Mi bolsa no contiene nada. A mi vestido lo surcan las desgarraduras, heridas sobre su seda. El vestido y mis huesos los heredé de mi abuela. A ella también intentaron extirparle la piedra de la locura, la piedra azul dentro de su cabeza y mi cabeza. Pero mi abuela fue más inteligente y dejó de ser loca, para hacerse pasar por imbécil, una idiota es mucho menos peligrosa, aunque no sabemos si su actitud habría podido salvarla a largo plazo. Mi abuela murió antes de mi nacimiento, por eso escapó a nuestro destierro. Entre nosotras viajan ancianas, como ella, y a veces nos acunan a las más jóvenes entre sus brazos, yo aguanto la respiración, para eludir el olor que me repugna… Pero no me arrepiento de mis actos, ni me fingiría idiota. Todos los caminos son mis caminos, uno solo, trayecto de pez, donde llegamos a encontrarnos cada una… No le hace falta más a nuestras bolsas. Se encuentran vacías, para que podamos llenarlas con los regalos rotos que duermen en el fondo del mar. Aquí nos rodea agua por todas partes. Ahora la tierra es solo de ellos, los que nos expulsaron los que nos obligaron a abandonar la ciudad y la vida corriente, esa que nos prometieron primero al crecer, y después en nuestros casamientos y a la hora de los partos. Allá ellos con su consciencia. A mí me gustaría haber parido una serpiente. Allá ellos que no quisieron escuchar, y no es que nosotras la pasáramos entre lamentos, no es que la queja nos provocara, al contrario, buscamos entonar cantos hacia lo alto, pero ellos nos sellaron las bocas. Solo oyen los ruidos que producen sus cuerpos, sus malas digestiones, los humores que los van a matar. ¡Son sordos! Son sordos para todo lo importante. Pero yo salvé mis zapatos rojos, con mis zapatos rojos me gusta bailar, danzo profecías en noches de luna y mis pasos fosforecen mientras me tambaleo entre las olas: el cinto de cascabeles tiembla, como nuestros cuerpos sobre la cubierta del barco. Ellos nos cosieron los cascabeles a la carne, se apartaron para no contagiarse. Apartaron a las criaturas de nuestros pechos. La perra que nos acompaña es la única hija que me permitieron salvar, la única a que tenemos derecho, nosotras, en nuestra insania. Para que la leche no se me enquistara tuve que amamantar a la perra. En el viaje, el presente se eterniza en el flujo del agua, sin más plan ni intención. La tierra es plana y cuando lleguemos a su límite, su borde, quizá hasta vamos a morir, o quizá no, quizá ya hasta hemos hecho el viaje de vuelta sin notarlo. Al principio queríamos retornar. Y me pregunto otra vez de quién huyo, si fueron otros los que huyeron de mí, y por eso nos obligaron a marchar, de quién o qué quise liberarme, porque reconozco que la locura nos sirvió de pretexto. ¿Dónde estoy y a dónde he de llegar? ¿Qué me prohíbo que otros ya me prohibieran antes? Hace tiempo no siento la cabeza en el sitio que va. Pero lo peor no es la demencia. En las peores horas de mi vida me quedé sorda. Ellos nos hablaban y nosotras no comprendíamos ni una palabra. Pensé que mentían, simulaban para disgustarnos, justificarse, porque primero no deseaban escuchar y después un eco les salió de los labios. Así fue como raparon mi cabeza y la abrieron por primera vez, la cabeza de todas y yo pensé que me moría, quise morir para escapar de la trampa, donde buscaron encerrar mis pensamientos. Pero morir no debe ser difícil. Vi la piedra que me sacaron de adentro, porque me la mostraron, pero no se parecía a mí. Dudé entonces por primera vez de mi cordura, por primera vez y para siempre. Después encerraron mi cuerpo en una habitación cercada por barrotes. Soy la novia que no cesó de llorar en sus nupcias, la madre que rechazó a su hijo, la abuela que dejó de alimentar a su familia para darle de comer a los cerdos, somos las dueñas del deseo, pero nuestro contacto les repele. Dicen que fuimos tomadas por demonios, aborrecen nuestras ganas y los zapatos rojos que dispusimos para el baile. Soy la que se rebeló, la que preguntó de más, y era malo preguntar, pero también hacer silencio, soy la que hice silencio y no existe peor desvarío que la arrogancia, soy la muerta de hambre, somos las muertas de hambre, siempre ávidas… Nos quitaron la arcilla de las manos para que no pudiésemos dar a luz. Me quitaron la pluma de las manos, para sustraerme la palabra. Escribir es la más terrible de las locuras. La palabra, la verdad… Ni nuestros amantes pudieron comprender ni mucho menos consolarnos. Nuestros amantes resultaron los peores enemigos. El salitre nos arde en los labios, provoca las ganas de llorar. Dolía ya el salitre antes de hacernos a la mar. Somos las locas, todas la misma, en cuerpos diferentes. Me encerraron, nos encerraron, unieron nuestro destino a este barco sin rumbo, sin capitán, pagaron precios increíbles para alejarnos de la ciudad. Nunca imaginamos que guardaran tanto dinero en sus vasijas. Nos desterraron de nuestros hogares, porque nadie quiere una loca en su casa, ni escuchar la verdad. La muerte es el espejo en que se mira la locura. Nuestra nave brega en la mente supraconsciente de una de las nuestras. Ojalá al menos, ella sobreviva de todas; nos escriba… El agua en derredor debe purificarnos. Nosotras no estamos ni atrás ni delante. Nuestros cascabeles danzan al ritmo de las olas y reímos, a carcajadas reímos. Reír es el conjuro contra la angustia. El mundo es lo que creemos que es. La cuchara con la que comí de niña, la que guardé para los hijos que me robaron, es mi trompeta para cantarle al mar. Yo bailo con una mano hacia el cielo y otra extendida hacia la profundidad. Abajo yace el océano, infinito como la piedra que me arrancaron de la frente, la piedra crece y crece, en su fulgor, lejos, en la ciudad; ellos se quedaron con la piedra como evidencia y un día aplastará la historia de la que fuimos excluidas. La perra muerde mis talones, empuja, salta, al verme danzar… Mi perra es un animal salvaje y se alimenta sola. Los animales salvajes nunca se equivocan de comida. Para la perra no estoy loca. Porque yo no estoy loca, solo me perdí en el viaje. Hace tiempo aspiramos llegar al puerto, sabíamos que llegaríamos. Solo podemos verlo por venir, pero no lo inmediato. De nuestras predicciones nadie supo fiarse. Para subir hay que bajar. Sabíamos del puerto. Lo vimos, como ahora, frente a nuestros ojos, pero no aventuramos qué nos aguardaba, tuvimos miedo a que se nos enderezaran las ideas. Desconfiamos de nuestra locura y preferimos alejarnos de una promesa de tierra firme. En el futuro, volveremos a eludir cualquier dársena. Nuestra nave atraviesa el camino de la estrella, porque la tierra es plana, plana, plana. Al revés, cae el barco de un mundo a otro mundo, arca absurda donde un solo cuerpo, el de todas, se repite. Desde la última caída tenemos la boca en el sexo y los ojos en las plantas de los pies. Y está bien así.

Soy una escritora cubana; también ejerzo como profesora de artes, editora y community manager. Soy graduada de la Universidad de las Artes, ISA. He obtenido múltiples galardones, entre ellos el V Premio Internacional de Poesía Juan Ramón Jiménez de Coral Gables, el Hermanos Loynaz y el Paco Mollá. Tengo más de 15 títulos publicados.


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