Antiguo espíritu de la madre de todos los dioses, tú que ves mi entrar y mi salir, que me traspasas con tu mirada de reptil, permite que Tlazoteotl, que se esconde en la noche, en la oscuridad, en el agua que me baña, en el aire de la tarde, se materialice entre mis dedos. Que venga y una noche más me devore, me haga suyo y me purifique, para así poder alcanzar juntos la divinidad del éxtasis.
Te escucho leer, te observo sonrojado, me invocas en medio de la noche. Ayer fue durante la madrugada y hace una semana a media tarde, así que acudo a tu rezo, seducida por tu voz ronca que empieza de nuevo aquel conjuro que ya sabes te da acceso a este mi reino, mi plano donde, a los ojos de mis hermanos, los dioses y las diosas, te sumergiré dentro de mi cuerpo para devolverte al mundo de los humanos en el que naciste.
Serpenteo desde el inframundo, atravieso la tierra húmeda, llena de secretos, quejas y olores a podredumbre con los que tus hermanos mortales han ensuciado y mancillado mi hogar. Me muevo entre los árboles secos; las hojas me acarician los brazos y me susurran oraciones secretas para que me quede entre ellas. Se me enredan en el cuello. Me muevo despacio para no lastimarlos, cosa que tú jamás entenderías, pues se han encargado de servirse de la naturaleza como si fueran sus dueños y no estuvieran a la merced de sus sentires y deseos.
Permite que Tlazoteotl, que se esconde en la noche, en la oscuridad, en el agua que me baña…
En el agua que te baña. Tan ciego y desensibilizado estás que no te diste cuenta cuando esta mañana atravesé el umbral de los muertos para poder deslizarme por tu espalda desnuda, de ese color lechoso que tanto me gusta, en forma de gota de agua tibia. Te recorrí desde la nuca de tus cabellos rizados y canos, besé tu cuello, orgullosamente, tenso y cansado. Juguetona, me seguí por tus nalgas redondas y caminé lentamente por tu sexo; lo lamí como quien se chupa los dedos llenos de piloncillo. Te estremeciste y rápidamente me sacudiste. Te quedaste viendo el charco de agua a tus pies. Sé que me sentiste; te quedaste todo el día con aquel fugaz encuentro. Soy yo quien te ha marcado con cada estremecimiento, con cada susurro en tus oídos mientras duermes.
Entro en tu habitación. La luz es tenue, pusiste el copal que tanto me gusta y cubriste los espejos. Te estremeces ante mi llegada; te volteas y tus ojos inocentes me miran con esa mezcla de miedo y deseo a la que no logro acostumbrarme, pero que despierta mi fuego interior. Te tiendo la mano y tú la tomas; el contraste entre nuestras pieles es evidente. Donde tú eres delicado, blanco y suave, yo ardo, soy del color de la tierra y me desbordo. Suavemente, coloco tus manos en mis caderas. Tu respiración es agitada. Yo, sin poder contenerme más, empiezo a besar tu cuello. Tu aroma es dulzón, fétido, una mezcla de sudor humano y esfuerzo sin sentido.
Muerdo tu pecho despacio, como si de un maíz tierno se tratara. Sé que, aunque temes, me anhelas, me quieres tocar, pero no te atreves, no todavía. Te arranco la camisa, esa que proclama tus creencias sobre un mundo que ni siquiera comprendes del todo, donde te posicionas en contra de un sistema estúpido donde los hombres se pelean por algo que ni siquiera es suyo, enseñoreándose de sus hermanos, olvidando que la muerte está esperándolos al final de sus días. De un tirón bajo tu pantalón y hambrienta, meto a mi boca tu sexo, lo lleno de mi saliva, te perfumo con mi deseo, succiono tu inmundicia para llenarte de mi divina lujuria.
Gimes y yo me levanto. Te tomo de las caderas y te atraigo a mí. Caemos al suelo como si fuera el último rito de una adoración pagana. Hundes tu bello rostro mortal entre mis pechos, tus labios me buscan urgentes, tus manos me recorren con desesperación. Tal vez imaginas que este sería nuestro último encuentro, pues no sabes cuándo será la noche en que ya no acuda a tus encantamientos. Entonces, con mis manos, atraigo tu sexo al mío y te permito entrar en mí. Cierras los ojos, aprietas la mandíbula; yo te hablo por primera vez en la noche y te ordeno abrir los ojos. Lentamente lo haces. Más rápido. Empieza esa danza, entras y sales de mi cuerpo.
Que venga y una noche más me devore, me haga suyo y me purifique, para así poder alcanzar juntos la divinidad del éxtasis.
Me giro y te pongo debajo de mi cuerpo, guío tus manos a mis pechos. Presiónalos. Lo haces. Me muevo despacio, cierro los ojos y una noche estrellada se despliega ante mí; el fuego del sol me quema por dentro. Me muevo más rápido, te escucho gemir, puedo ver a mis hermanos cara a cara, mis entrañas se contraen. Siento cómo tu humanidad tiembla bajo el peso de mi deseo; tu entrega es un canto que resuena en los rincones de mi ser.
Cada embestida, cada roce, es un eco de antiguas oraciones, de plegarias, que te devuelvo con cada latido. El fuego se extiende por todo mi cuerpo, al mismo tiempo que los ríos se apoderan de mí y me empujan a aquel final en el que me trago con un relámpago tu humanidad y solo te regreso mi magia, mi sabiduría, mi deseo y mi placer.
Envueltos aún en el aroma del copal y el sexo divino, empiezo a dejarme arrastrar por el murmullo de las hormigas que reclaman mi regreso a las sombras. Te miro una última vez antes de desaparecer y sé que, en cada noche estrellada, en cada rincón oscuro, mi esencia te buscará, te reclamará, y regresarás a mí.
Soy Tlazoteotl, la madre de las inmundicias y perversidades. Siempre seré tu éxtasis, tu destrucción y tu camino hacia lo sagrado.

Esmeralda Jacobo, egresada de la licenciatura en Estudios Latinoamericanos. A veces comerciante, a veces maestra, pero siempre escritora. Estoy trabajando en una tesis sobre la novela erótica contemporánea. Amo a los animales, el café, sueño con ir al mar y vivir de la literatura. Mi deseo es poder escribir cuentos eróticos y de vampiros por siempre.

