Joan Malinalli: Experiencia panacota

Bastó una vez para enamorarme de ella. Sentirla en mi boca. Probarla. Hacerla mía en cada bocado. La deseaba todo el tiempo. Estaba obsesionada. No sé si se debía a su sabor o a su textura. Pero la amaba. Dios. Realmente era deliciosa.

La conocí en un café a principios de año y desde que la vi quedé fascinada. Su densidad. Su aroma. El tamaño de su cuerpo. Era distinta a las otras. Ninguna como ella, quiero decir, ninguna. Y no es que sea yo de tener favoritas.

¿Era posible desear algo con tanta altivez? ¿Con tanta enjundia de niña rica? Miraba de reojo a las demás, desnudas siempre en el mismo sitio, pero a ella la amaba y la elegía por sobre todas cada vez que me era posible. Excepto los sábados. Cómo odiaba los sábados.

Cuando supe que se iría, me puse mal. Pasé semanas en casa escuchando canciones de Amanda Miguel y bebiendo cerveza barata. Todo menos eso, le dije al “Don”, pero la decisión estaba tomada: ella se iría lejos, tan lejos como las otras.

El último día fue lunes, así que pude elegirla. Nada impidió que me la llevara a mi lugar y me la devorara como nunca. Sentí sus texturas. La espesura de su crema. El dulzor de su fruta que me enamoraba. Sentí la tibieza de su sencillez y el frío extremo de su lado esponjoso.

Era la única, sí, mi única y deseada.

A los dos meses me enteré de que estaba en cinta, así que compré una caja de Misoprostol, me tomé las cuatro dosis y, a la mañana siguiente, ya estaba como nueva. Días después pasé por el café y la vi. Allí estaba: era ella. Un manjarcito espantoso que jamás volvería a probar.

(Mérida, 1994). Egresada del Colegio de Estudios Latinoamericanos de la FFyL, UNAM. Ha publicado cuentos y poemas en revistas como Penumbria, Espejo Humeante, Primera Página, Punto de Partida, Círculo de Poesía, etc.

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