Para mi Tanguita chula de preciosa
Este viaje lo habíamos organizado tantas veces y por fin se nos hizo. Agregamos unas cuantas amigas más al itinerario, pero al final viajamos juntas. Cuando prometimos que lo haríamos, no pensamos en mucho más que compartir la experiencia de viajar y disfrutar al máximo.
Nos habían dicho que este lugar era habitado por seres muy particulares: altas, de colores muy claros, con cabellos lacios y un raro caminar. Nos contaron que eran amables, cordiales, familiares, pero que tenían un pequeño inconveniente: el tiempo percibido para ellas era muy diferente. Lo que para nosotras eran diez minutos, para ellas apenas era un minuto de su tiempo.
Hacer esta diferenciación de tiempo era complicado para quienes veníamos de planetas donde las actividades cotidianas se llevan a un ritmo frenético. Lidiar con un tiempo más lento podría llevarnos a la desesperación. La advertencia era clara: aquí el tiempo no se maneja como tú esperas, siéntate a disfrutar el paisaje.
Las humanas visitábamos ese lugar porque era paradisíaco. Se sentía una libertad inmensa. Además, el clima era riquísimo, calientito. Había dos soles que mantenían la calidez sin que el calor fuera apabullante, lo que atraía a muchas turistas que querían broncearse y descansar.
Cuando llegamos, vimos toda la belleza del lugar: un mar violáceo inmenso, bordeado por una arena casi blanca, juntos formando una escena espectacular. Una especie de arbustos largos dejaba caer hojas verdes clarito que ondeaban con la brisa. Frente al mar, muchos negocios de comida tenían espacios orientados al disfrute del paisaje.
Tú tenías tanta hambre que yo sólo podía imaginarme el momento en que el buen ánimo por el paisaje se desvanecería y el mal humor llegaría fulminante. Decidimos sentarnos en un restaurante con decoración en tonos azules. Por alguna razón te pareció una buena idea; creo que pensaste que el color podía darte calma y que quizás el cambio de tiempo no afectaría tanto tu estado de ánimo.
Nos sentamos con el grupo. Nadie salió a recibirnos. Tardaron casi una hora humana en notar que esperábamos. Finalmente llegó una figura enorme, de brazos amplios, cabello lacio y sonrisa amable, y nos explicó que sólo tenían una especie marina para comer. Pero también dijo que era una excelente noticia, porque la habían pescado justo ese día. Podíamos pedirla cocinada de diferentes formas, con hierbas y frutos de la zona.
Tú decidiste pedir algo sencillo. Me dijiste que así saldría más rápido, porque el hambre ya estaba atacando. Yo asentí, preocupada por tu estado de ánimo, aunque me parecía una idea un tanto ingenua. Nuestra host tomó las órdenes de todas con una calma envidiable. Finalmente, nos dijo que traería las bebidas.
Mientras platicábamos sobre el viaje y reíamos al recordar incidentes como cuando casi perdimos el transporte porque alguien olvidó su identificación, noté que comenzabas a desconectarte del grupo. Tu carita cambió; ya no prestabas atención. De inmediato me di cuenta que el hambre te estaba ganando.
Decidí ir al baño y aproveché para buscar a nuestra host. Caminé por la arena, lidiando con las piedritas que se me atoraban en los zapatos. Llegué a una puertita azul celeste y la toqué. Nuestra host me recibió con una sonrisa y me preguntó qué necesitaba, le dije que las bebidas, que si podía ayudar a llevarlas. Frunció el ceño y alzó una ceja, luego sonrió y asintió, de inicio pensé que la idea le había sonado mal, pero luego con la sonrisa supe que no, quizás no era algo común.
Me invitó a pasar. La cocina era hermosa: amarilla, con un olor agridulce y tatemado que me envolvió. Tenía un montón de instrumentos, las cacerolas al fondo y varios espacios de estufa. Había una mesa central con animales crudos, verduras y aceites. La escena era deliciosa. Pensé en ir y contarte, pero luego desistí, porque me imaginé que sólo acelerarían tu hambre.
Agarré nuestras bebidas y regresé al grupo. Te vi sentada, cruzando los brazos y piernas, con la mirada fija en el mar. Corrí a darte tu bebida y me agradeciste con una sonrisa. Yo sabía que ya estabas de malas porque tenías hambre, pero agradecí que me trataras con cariño. Decidí regresar a la cocina, en mi mente sólo estaba la posibilidad de ayudar a agilizar las cosas, pero también pensaba en que esa cocina me había invitado a prepararte algo especial.
Cuando llegué a la cocina, le pedí a nuestra host que me dejara cocinar. Su expresión pasó de incertidumbre a una sonrisa amplia y me dijo: «Si tú quieres». Entré y la encontré con otras seres, similares a ella pero de diferentes tamaños. Todas me miraron con asombro y curiosidad. Sus rostros se iluminaron con sonrisas mientras cuchicheaban cosas que no lograba entender, pero que no sonaban a burla, sino más bien a un cotorreo animado entre ellas.
Les pregunté cuáles eran las peticiones de las demás y, con una calma infinita, me explicaron cada una. Aproveché para preguntar si me dejarían comenzar con tu pedido, pero respondieron que era el más sencillo y por eso lo dejarían al final.
“¡No, cómo creen!”, grité. Todas voltearon a verme sorprendidas y luego estallaron en risas. Nos reímos juntas. Finalmente, accedieron a que iniciara con tu platillo. Mientras ellas preparaban la salsa, elegí el animal marino más grande que vi. Lo tomé con cuidado, lo limpié y empecé a trabajar. Preparé un aceite con hierbas y especias, dejé la carne marinando y comencé a sacar verduras.
En eso, me topé con unos chiles que reconocí de inmediato. “¡Chile guajillo!”, exclamé emocionada. Les pregunté de dónde lo habían sacado y me dijeron que era humano, comprado en algún mercado, pero que no sabían cómo usarlo. “Es delicioso, ahorita les enseño”, les dije. Limpié los chiles, quité las semillas, los corté en tiras y los puse a sofreír. Apenas comenzó el humo picante, todas tosieron y salieron de la cocina entre risas. Me dejaron sola, pero a mí no me molestó; estaba completamente inmersa en mi preparación. En un momento sentí que el tiempo se había aletargado, que todo era más apreciable y podía identificar el momento en que los olores se iban mezclando.
Guardé el aceite del guajillo y puse a calentar más aceite a fuego medio. Piqué las verduras mientras esperaba, y cuando estuvo listo, coloqué la carne en la sartén. El sonido del chisporroteo llenó la cocina. Primero doré un lado, luego el otro. Las host regresaron, asomándose con curiosidad. Me dijeron que olía delicioso, pero no se quedaron mucho rato; volvieron a concentrarse en sus propias preparaciones.
Cuando la carne estuvo cocida, añadí los chiles sofritos y moví hasta que todo quedó bien mezclado. Eché algunas especias más y, cuando todo estuvo listo, aparté la cazuela del fuego. Emplaté la carne con las verduras y, antes de enviarla, probé un pequeño bocado para asegurarme de que el sabor fuera tan bueno como esperaba. Era perfecto. El guajillo había creado una mezcla deliciosa con esa especie marina tan particular.
Le pedí a nuestra host que te llevara el platillo. Desde la ventana, observé cómo lo recibías con cierta duda, preocupada quizá por las demás. Pero te convencí con la mirada. Partiste con tus manos y engulliste el primer bocado. Cerraste los ojitos y suspiraste, entendí que era perfecto.
Me alejé de la ventana y continué con los otros platillos. Nuestras host apenas estaban cortando la hierbas y sabía que todas estarían ansiosas. Mientras estaba con los otros platillos, entraste a la cocina sin avisar. Las host se rieron al verte ir directo hacia mí. Me abrazaste por la espalda, un gesto que recompensó todo el esfuerzo. Luego, sin decir nada, comenzaste a picar verduras y a emplatar. Trabajamos juntas hasta terminar de servir.
Cuando regresamos a la mesa, el ambiente era puro gozo. Las host, agradecidas por haberles ayudado en las entregas, me ofrecieron volver a su cocina cuando quisiera. Al despedirme, una de ellas me entregó un pequeño frasco con especias. «Es un recuerdo de nuestro tiempo», me dijo.
No fue hasta que volvimos a nuestro hogar que decidí usarlo. Al abrir el frasco, el aroma era hipnótico. Cociné algo sencillo y, al probarlo, noté algo extraño: todo a mi alrededor parecía desacelerarse. El tiempo comenzaba a ser más lento, así comprendí que no era un condimento cualquiera, era una forma de recordar la experiencia de nuestro viaje, apreciar el tiempo desde otro lugar también. Desacelerar para revelar sabores intensos y apreciar cuando lo puedes compartir con las seres amadas.

Ana Laura Corga. Ya ni sé quién soy. Pero sé que nací bajo el sol de capricornio en la ciudad monstrua (CDMX). De raíces oaxaqueñas y guanajuatenses; mezcla de identidad, migración e historias. Ya no quiero ser la mejor guerrera de las diosas.

