Por debajo de las nubes, el mundo es tan pequeño que los fantasmas apenas son visibles. Aunque conozco la respuesta, desde la ventanilla del avión que me lleva a casa, miro hacia abajo y me pregunto si es posible despedirse de ellos para siempre.
El cierre de Londres, a causa del azote del virus que había vuelto del revés la vida de todo el planeta, me había obligado, por primera vez, a pasar la Navidad sola, lejos de mi familia. El confinamiento decretado unos días antes del inicio de las vacaciones atrapó a miles de extranjeros en un limbo de listas de espera y allí permanecí, atenta a la llamada para volver a España.
La beca solo me había permitido alojarme en una lóbrega pensión de las afueras. La patrona se apiadó de la joven estudiante de violín y dejó que me quedara, aunque el resto de los huéspedes se habían marchado antes de que comenzaran las fiestas. Habitación, desayuno y cena fría a cambio de un precio desorbitado y la promesa, por mi parte, de no hacer ruido. Es decir, de no practicar mi reducido y machacón repertorio, constituido, en realidad, por la sonata con la que había culminado el máster de composición que me había llevado a Londres.
Recluida en mi cuarto, no tenía más distracción que mirar por la ventana. Aunque los paseos estaban permitidos, eran pocas las personas que circulaban por la calle. Tras horas de aburrida contemplación, me sorprendió que nadie entrara en el parque que se extendía frente a la pensión. Solo alcanzaba a divisar la entrada; las copas de los frondosos robles que poblaban su interior me impedían ver más allá desde mi posición, pero estaba segura de que se encontraba libre de paseantes. Probablemente, se habría clausurado a causa de la pandemia.
La mañana del día de Nochebuena, melancólica después de hablar con mi familia por teléfono, salí a estirar las piernas. Me asomé a la entrada del parque. La verja estaba cerrada, pero empujé y, aunque me costó, pude abrirla.
Me interné en el recinto y enseguida descubrí que me había equivocado. No se trataba de un parque sino de un cementerio. Hierba alta y seca invadía las viejas tumbas diseminadas en el claro central del camposanto mientras que la hiedra y el musgo se habían adueñado de las lápidas, cruces y esculturas de piedra de las zonas más umbrías. La acción del tiempo, así como el desapacible clima londinense, se habían encargado de borrar la mayoría de los nombres esculpidos en las losas abandonadas.
Recorrí los caminos de grava sumida en una inmensa tristeza. Estaba sola en Navidad, perdida en una gran urbe que no se compadecía ni de sus muertos. Absorta en mis pensamientos, llegué sin darme cuenta a un rincón ocupado por un espléndido roble bajo cuyas ramas, que casi tocaban el suelo, algo llamó mi atención. Se trataba de una tumba bien conservada, gracias, probablemente, a la protección que le brindaba el árbol.
La cabeza de un pequeño ángel pétreo, sobre unas alas extendidas, coronaba la lápida en la que todavía podía leerse el nombre de su ocupante, Edward Stone. Gone but not forgotten, decía una estela esculpida bajo la fecha de su fallecimiento en 1938, a los ocho años de edad. Un detalle me conmovió; un ramo de rosas blancas, de plástico deslustrado, todavía se mantenía entero sobre la cabecera de la tumba. Hacía más de ochenta años de su muerte y las flores mostraban que, durante mucho tiempo, alguien lo cuidó. No toqué el ramo, por miedo a que se desintegrara en mis manos, pero limpié de hojas secas la tierra que rodeaba la sepultura.
¿Qué te pasó, Edward?, pregunté en voz alta, mirando al ángel, como si este pudiera responderme. ¿Accidente, enfermedad? Qué pronto te fuiste. ¡Y cuántas cosas te has perdido! Algunas malas, como la guerra y las bombas sobre Londres. ¿Tuviste miedo? Pero también las ha habido buenas. ¡Los Beatles! ¿No los has escuchado? Hubieras tenido treinta años cuando empezaron a actuar. ¡Seguro que te hubieran gustado!
Eso me dio una idea. Corrí a la pensión y cogí mi violín. ¿Qué otra forma tenía de pasar la Nochebuena? ¿De qué me serviría encerrarme en la habitación y regodearme en lo miserable y sola que me sentía? En el cementerio no iba a oírme nadie y volví allí, dispuesta a pasar la tarde tocando para Edward.
Paul McCartney y John Lennon compusieron canciones bellísimas, le conté mientras sacaba el violín del estuche. ¿Por cuál empezamos? Un mirlo se posó sobre la rama de un árbol cercano, como respuesta, y, tras comprender la señal, comencé a tocar Blackbird, una de mis composiciones favoritas de los Beatles. Al acabar, escuché unos aplausos.
Un anciano, apoyado sobre un bastón, sonreía detrás de mí. Era la imagen del perfecto gentleman inglés. «Otra vez, por favor», me pidió. La grava crujió a mi derecha y vi a un par de chicas que se acercaban por el sendero. Me sorprendió que a esa hora y precisamente de esa tarde, prácticamente de noche ya, hubiera paseantes entre las tumbas. Parecía que no era yo la única alma en pena que pululaba por Londres aquella Navidad.
Volví a tocar la canción y esta vez las adolescentes me acompañaron cantándola. Fue un momento mágico que una salva de aplausos convirtió en inolvidable. Un numeroso grupo de personas de todas las edades se había congregado a nuestro alrededor y pedían más, entusiasmadas. Me llamó la atención la extravagancia de algunos de los presentes, más parecidos a personajes de novelas antiguas que a ciudadanos de una city moderna y cosmopolita. Pero así es Londres, pensé, una ciudad que no da la espalda a su pasado.
Repasé buena parte del repertorio de los chicos de Liverpool, entre palmas y cantos de algunos de los congregados, y me despedí, agradecida y emocionada por la fantástica Nochebuena.
Al llegar a mi habitación recibí una llamada. Había una plaza libre en un avión con destino a Madrid a la mañana siguiente.
Apenas pude dormir, asimilando la experiencia que acababa de vivir, y, en cuanto amaneció, me levanté. Preparé el equipaje y pedí un taxi. Cuando llegó, tocó dos veces el claxon y me asomé a la ventana. Y los vi.
Un niño que parecía sacado de una película de los pasados años veinte, ataviado con gorra, jersey de rombos, pantalones cortos y calcetines altos, me sonreía desde la puerta del cementerio. Detrás de él, un grupo de personas, entre las que reconocí a muchos de mis acompañantes de la tarde anterior, levantaron la mano y me dijeron adiós.
Tras devolverles el saludo, se dieron la vuelta y, en silencio, se desperdigaron por el interior del camposanto.

Patricia Richmond. Escribo relatos de corte fantástico que he publicado en revistas como Windumanoth, Penumbria o Pulporama. Además, mis cuentos se han incluido en varias antologías; entre ellas, Visiones 2019 (AEFCFT, 2020), Reclusión (Pulpture, 2020) e Historias Phantasticas (El Transbordador, 2023). He recopilado algunos microrrelatos y cuentos breves en mis antologías Libro de Difuntos y Cuentos de arena, ambas de libre descarga en Lektu.

