Susana Torres Cabeza: Jazz

Soledad se levantó de la cama. Calzó primero el pie izquierdo, luego el derecho. Se retiró el largo camisón y se vistió rápidamente. No era cuestión de que la desnudez quedara a la vista de nadie. Ni siquiera de sí misma. A su madre no le gustaba. Hizo dos estiramientos arriba. Después, dos abajo. Tras el ejercicio quedó lista para desayunar. Un café con leche, no muy caliente, y dos huevos cocidos. Se duchó y se vistió. La coleta se la hizo su madre que ella no sabía hacerla bien. Centrada y muy tirante para que ningún cabello escapara.

A las diez de la mañana cogió el autobús, siempre el número veinticuatro en la parada que había justo delante de casa, donde le esperaba su compañera, que no amiga, Tania. Juntas se trasladaron al centro de trabajo. Sin habla. Para qué, si no había nada que explicar.

La vuelta se produjo de la misma manera. Línea veinticuatro. Ninguna palabra.

Al llegar a casa, ducha, cena, camisón, lectura de dos páginas exactas de un libro y, como cada noche después, su madre entró en su habitación a las once exactas, le dio un beso de buenas noches y apagó la luz.

Soledad repetía su rutina cada día sin variación. Día tras día. Semana tras semana. Año tras año.

Esa mañana al llegar a la fábrica, Soledad fue a su casillero como cada mañana para coger la herramienta, pero encontró que los materiales eran diferentes. De igual manera al abrir la taquilla se encontró con uniformes nuevos. Le disgustó sobremanera. Trabajaba bien con las herramientas y uniformes antiguos. A pesar de ello, Soledad no protestó. Ella nunca se quejaba de nada.

Al incorporarse a la cadena de montaje se percató de que había un nuevo jefe vigilando y entendió. Tantos cambios seguidos solo podían venir de una nueva dirección en la empresa.

El desconocido supervisor se presentó. Les explicó sus objetivos. Quería modernizar la empresa: Introducir mejoras en las condiciones laborales para una mayor eficiencia. Soledad escuchaba su discurso sin mucho afán. No era el primero ni sería el último. Por aquel puesto habían pasado muchos deseosos de transformar la fábrica. Cambiar todo para no cambiar nada. Palabras vacías. Lo de siempre.

Soledad miraba su tarea e intentaba concentrarse, obviando las palabras del nuevo jefe, pero entonces su pie empezó a temblar. No, no temblaba, seguía un ritmo. Comenzaron a sonar unas notas. Hilo musical para un mejor ambiente, según las palabras de aquel extraño.

Todos volvieron a su puesto de trabajo como si nada hubiera cambiado. Los mismos tornillos, las mismas tuercas. El mismo bocadillo a media mañana.

Y Soledad miraba a derecha e izquierda incrédula. No comprendía como el resto de los compañeros seguían sus rutinas, como podían simular que nada cambiaba, porque para ella había cambiado TODO. Aquello era poesía líquida, olas de caricias, voces exóticas, pellizcos helados y dulces alientos. Todo eso sintió a la vez. La melodía penetraba en su piel arañando su capa de aburrimiento. 

Asustada, se retiró hasta la pared, pero las notas la siguieron. Sus piernas empezaron a moverse al compás. La locura se apoderó de su cuerpo. No sabía qué hacer. No podía controlar el fuego cadencioso que quemaba sus miembros. Empujones acompasados. Arriba y abajo. La voz de aquel cantante le susurraba promesas al oído. El ritmo sacudía sus cimientos. Rio. Soltó la herramienta y el control. Dejó que la música penetrara en lo más hondo de su ser y allí, en medio de la sala soltó un grito de placer. Se abandonó al baile.

Sus compañeros la miraron al principio con una mezcla entre sorpresa y diversión. La formal Soledad bailando. Nunca la habían visto así, pero poco a poco soltaron también sus herramientas y se unieron a ella en una orgia de movimientos rítmicos. Los uniformes fueron cayendo y sólo quedó su verdadera naturaleza. Piel con piel. Eran ellos y la música. Risas, cariños, aventuras. Otros mundos fluyeron dentro y fuera. Sus almas se tiñeron de color.

De repente la música cesó y sonó la campana de salida. Desnudos, sin el abrigo de las notas, se miraron avergonzados. Se sintieron ridículos. Eran mayores para moverse así, cómo se habían atrevido. Rápidamente, sin hablar, cogieron sus ropas y se marcharon. Nadie comentaría lo que había pasado. 

Soledad se sentó en el autobús como siempre. En la misma butaca de siempre junto a su compañera de siempre, mirando hacia abajo, cansada. Una coleta sujetaba su pelo y el botón de la camisa estaba abrochado hasta arriba. En casa le esperaba su madre, el camisón, la ducha y la cena. Había sido una ilusa por pensar que había algo más. Ella era de mirar la vida pasar.

En ese momento, desde la primera fila alguien comenzó a tararear la melodía. Soledad bajó más la cabeza. No, no era posible. La vida era dura, pensó ella. Otro compañero siguió. Y otro. Y otro más. A su lado Tania empezó a cantar la primera estrofa mientras alguien seguía el ritmo con las palmas.

Soledad notó como un río fluía por sus venas y quería salir. Lo dejó brotar…

***

Se levantó de un salto y dejó que el frío de la mañana besara su piel. Se recreó en el reflejo de su cuerpo desnudo en el espejo. Lo acarició y se entretuvo hasta que el fuego ardió dentro. Se duchó y se vistió. Una falda suelta. Una camiseta corta. Desayunó. Hoy le apetecía mermelada. No era la hora todavía, pero salió de casa, así caminaría un par de paradas.

En el autobús, vio a un compañero y se sentó a su lado. Se quitó un auricular y se lo ofreció. Al bajar la mano rozó la de él sin querer. O quizá fue queriendo. No iba a dejar la vida pasar.

Susana Torres Cabeza. Nací en Zaragoza (España) y cursé mi formación en psicología en Barcelona, ciudad en la que resido. Me considero sobre todo una narradora de historias. Me fascinan los géneros fantásticos y especulativos, ya que me permiten explorar otros mundos y otras posibilidades, además de las brechas de la mente humana en sus múltiples facetas.

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