I.
El horror empezó cuando el murciélago entró en la capilla. Revoloteaba inquieto, ávido de penumbra. Para las monjas fue un mal presagio. Tres días después, la tierra se cimbró de madrugada, en la víspera de San Bernardino de Siena de 1551. Una gran columna de ceniza manaba incesante de la garganta del volcán al que los naturales llamaban “montaña que humea”.
Hacia la hora tercia el cielo se oscureció, como una tormenta de arena negra. El viento arrastraba la ceniza hacia el oriente y caía infinita sobre los campos de maíz, los ríos y las ruinas de los antiguos templos de los tlaxcaltecas. Un ardor persistente abrasaba los ojos, la garganta.
La madre Ignacia contemplaba el desastre. El convento se alzaba en un monte boscoso desde el que se tenía una vista majestuosa de los tres volcanes: al oriente se alzaba Matlalcueitl y al poniente, Iztaccíhuatl y Popocatépetl, que arrojaba nubes de ceniza con frecuencia. Los pueblos del valle lo mantenían contento con ofrendas de pulque, copal, comida, cantos y sacrificios, y así había sido durante muchos siglos.
Pero este despertar resultaba violento, sorpresivo. Sor Ignacia temió que Dios hubiera olfateado su blasfemia. A la ceniza le seguirían el fuego, la lava y el mundo ardería en llamas. Sabía que había invocado el horror. Por eso el demonio escogió la más repugnante de sus formas para profanar el altar con su ácido excremento negro: murciélago, mosca del infierno.
A la hora sexta, cuando el sol estaba en el cenit, Sor Ignacia reunió a las religiosas en la capilla bajo aquella noche prematura. Sabía que no merecía la absolución, pero obligaría a su rebaño a purgar con ella su castigo: “Recemos, ayunemos y castiguemos nuestros cuerpos malditos”. Hizo que Sor Octavia, sor Joaquina y sor María se arrodillaran con la piel desnuda sobre las piedras. Se perforaron la carne con espinas de esa planta endemoniada que los naturales llamaban maguey.
Nadie debía conocer su pecado. “Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios”, decían los Salmos. Nunca debió escuchar a la anciana de la falda de jade. Las tormentas y el granizo azotaban el convento cuando sor Ignacia llegó al antiguo señorío con sus tres religiosas. Primero lo construyeron de madera, pero pronto descubrieron que las piedras de basalto de los antiguos templos y palacios eran más resistentes. La anciana le dijo que a cambio de tocar las piedras debía ofrecer un sacrificio para los volcanes, señores de la lluvia. Ignacia accedió y desde entonces imploró que los frailes nunca lo supieran. Pero ahora el cielo ardía y la tierra temblaba por lo que había hecho. De Dios no se podía escapar.
II.
Al convento llegaban los gritos: “¡Hay fuego en la montaña! ¡Está echando lumbre!”. Era la hora de las vísperas. Caía el crepúsculo.
Sor Octavia rezaba con las rodillas ensangrentadas. Si la hubieran escogido a ella como priora nada de esto estaría pasando. Sintió envidia y celos cuando los Doce Frailes Franciscanos eligieron a sor Ignacia, una monja más joven recién desembarcada en la Nueva España. Sor Octavia acumuló rencor, pues ella sí tenía amplios conocimientos de la tierra, los indios y sus frutos extraños. Ahora sabía que el castigo era por su soberbia.
Ignorante de las ideas de los naturales, la priora Ignacia mandó levantar el nuevo convento con las ruinas de los templos y palacios tlaxcaltecas, en la cima del monte sagrado, según el plano de Hernando Cortés. Sor Octavia se opuso, pues sabía del poder de aquellas ruinas. También sabía que fuerzas intangibles regían los ríos, las cascadas y que el solitario volcán que dominaba el valle de Tlaxcala era Matlalcueitl, señora del agua y la lluvia. Sentía temor y reverencia hacia esos espíritus que les enviaban tormenta y granizo, de la misma forma en que lo sentía hacia Dios. Así fue como encontró en la mujer de la falda de jade una aliada comprensiva y silenciosa, pues su mirada parecía emerger de un sitio profundo, acuático, insondable. La anciana les llevaba agua al convento en perfumados cántaros de barro, pero poco antes del horror nadie la había vuelto a ver.
III.
Llegó la noche. La ceniza no dejaba de caer sobre la tierra, cual lluvia enferma. Sor Joaquina, la más joven del rebaño, luchaba por concentrarse en la oración, no solamente por el dolor de las heridas, sino por los recuerdos. Todo comenzó el día en que la mujer de la falda de jade la llevó a la cueva bajo el monte donde habían erigido el convento. Ahí nacía el manantial de donde ella recogía el agua en sus cántaros.
La anciana era dulce, maternal. La llevó a la cueva porque sor María, la religiosa más vieja, había enfermado. “Ven, mi querida niña, esta agüita sagrada va a curarla, llévasela”, y sor Joaquina la siguió descalza entre la fronda del bosque, las nopaleras y las efímeras florecillas violetas que brotaban con las lluvias.
Sor María sanó y se aficionó tanto al agua del manantial que terminó por convencer a las demás de tomarla. Quizá no debieron hacerlo. Quizá la misma sor Joaquina tampoco debió seguir a la anciana a través del bosque, ni aceptar la hermosa cuenta de jade que le obsequió tras arrullar en su pecho al murciélago de basalto, señor de la cueva, como hiciera con la figura del Niño Jesús. “Dale tu pecho, querida niña, y no les faltará nunca el agua”.
Por su culpa, por su culpa, por su gran culpa. La priora Ignacia la miraba con recelo desde entonces. Sin duda oía sus gemidos de placer cuando el Niño Dios jugaba con sus pezones al amamantarlo, encerrada en su celda. Mas no debía saber jamás que en aquella cueva había hecho lo mismo con el murciélago, y que tenía impresos sus colmillos en sus senos. Angustiada, sor Joaquina lo escuchaba revolotear en la capilla mientras rezaba: sabía que había ido por ella para seguir mordiéndola.
IV.
Tres días más transcurrieron bajo el cielo negro. El murciélago las enloquecía con su batir de alas contra las paredes desnudas de la capilla. A la medianoche del cuarto día la tierra se cimbró con más fuerza. Un resplandor rojizo devoraba las estrellas. La ceniza ardía en las heridas que las monjas se habían hecho con las espinas de maguey. Las negras heces del murciélago y la sangre sacrificial cubrían las piedras del suelo. De nada habían servido los rezos ni el ayuno.
Hartas de suplicar con la garganta incendiada, la priora Ignacia, sor Octavia y sor Joaquina se miraron entre sí con recelo. Ninguna estaba dispuesta a seguir con el sacrificio, menos aún a confesar sus pecados. Entonces observaron a Sor María, cuyo rostro arrugado reflejaba la beatitud de corazón y alma de las vírgenes.
Sor Joaquina comenzó: “Usted siempre tan santa, sor María, hasta que por su culpa bebimos la maldita agua de los paganos”. La priora Ignacia avanzó amenazante: “Quién sabe con qué artes infernales la dominó esa anciana, pero pagará este castigo divino”. “¡Nos obligó a pecar!”, gritó sor Octavia. “Nos convenció de tomar esa agua y por su culpa desobedecimos a Dios.”
Entre las tres acorralaron a la frágil sor María y la golpearon en la cabeza con una cruz de roble hasta matarla. La sangre caliente escurrió por sus puños, salpicó las paredes, sus hábitos. Después, excitada por el crimen que habían cometido, sor Octavia empujó a la priora Ignacia y la tumbó de espaldas en el suelo de piedra. Sor Joaquina se unió a la tortura y le sujetó los brazos por encima de la cabeza para que no pudiera defenderse, mientras sor Octavia reventaba su vientre con los puños. Por fin se desprendía del odio acumulado durante años. La priora comenzó a escupir sangre, retorciéndose, y entre las dos sobrevivientes arremetieron contra su cuerpo con la cruz que aún conservaba la sangre de sor María. Jadeaban excitadas por la ira y la culpa, ensangrentadas. Al comprobar que la priora Ignacia ya no se movía, se temieron. No podían ser cómplices de lo sucedido, pues una de las dos terminaría delatando a la otra. Sor Octavia sujetó de los hábitos a sor Joaquina para que no escapara, y ésta aprovechó para rodear con sus manos el cuello de su enemiga y apretarlo, apretarlo, apretarlo…
El amanecer del quinto día sorprendió al murciélago dormitando de cabeza, con las garras clavadas en una de las vigas del techo de la capilla. La ceniza se dispersaba y poco a poco asomaba el azul intenso del cielo.
El Popocatépetl volvió a su sueño esa misma mañana, día de San Gregorio. La ceniza fertilizó las milpas. Cuando fue tiempo de cosecha los naturales le ofrendaron al volcán las primeras mazorcas. Con las lluvias brotaron frutos en abundancia y agradecieron a la mujer de la falda de jade que, como bien sabían los tlaxcaltecas, solía bajar a la tierra desde su cima coronada de nubes-culebras, y llevaba el agua en perfumados cántaros de barro.

Georgina Mexía-Amador. Soy escritora, tallerista de creación literaria y docente de literatura. He publicado la novela Morir como los pájaros (2017), el libro de cuentos Estragos y progenitores (2014) y los cuentos de terror «La muerte de Greta» y «La sed» en Alas de Cuervo. Actualmente radico en Tlaxcala y curso el Diplomado en Creación Literaria del INBA. Siento afinidad con Adela por su interés en el pensamiento indígena y su relación con lo mágico y lo sobrenatural, así como también ciertos aspectos de lo divino y la mística que no son necesariamente el imaginario ortodoxo de la religión católica. Sus cuentos proponen que lo numinoso le es intrínseco al mundo, independientemente de su raíz cultural.

