Frente a Andrea se encuentran dos calles apenas iluminadas. Las lámparas fallan. Hacen ese ruidito muy parecido al volar de los insectos que indica que están a punto de fundirse. Después de ellas no se ve nada, solo oscuridad. Respira. Compara la dirección de la invitación con su GPS, según ambos, está en el lugar correcto, pero no se siente así. Sujeta el volante, mira a un lado y luego al otro, las manos le sudan. No hay a quién preguntarle. Ni una cenaduría o una tienda abierta y eso que solo son las siete de la tarde. Revisa el celular. “Sigue derecho hasta donde tope”, murmura mientras tuerce la boca. Avanza muy lento. Suspira antes de encaminarse a esa oscuridad densa y profunda que caracteriza a las cuevas o las bocas de los lobos. Los vellos de los brazos se le erizan apenas pierde la protección de las luminarias. Los faros de su coche solo le ofrecen la imagen de un paisaje desierto: tierra y unos cuantos árboles secos. La escaza naturaleza se espacia y entonces solo queda un camino terregoso, abandonado. Busca las huellas de otras llantas, pero no las encuentra, aunque debería, según su amiga todos ya están la fiesta de graduación y solo falta ella. Avanza con el cuerpo pegado al volante. Nada. Ni siquiera un narco que vaya a abandonar un cuerpo. El auto da una sacudida que le indica que ha caído en algo, el motor se apaga. Gira la llave un par de veces. Pisa el acelerador con premura. Parece que está muerto. Repite el proceso hasta que la máquina ronronea. Las llantas giran en la terracería y elevan el polvo hasta crear una nube espesa. No puede avanzar, algo lo impide. Mete reversa. El auto reacciona. Andrea mueve la palanca de cambio e intenta continuar, pero el auto se para en seco. Algo en el fondo del corazón de Andrea le dice que no volverá a funcionar. Se mantiene ahí con los músculos engarrotados en el volante hasta que poco a poco el polvo parece aplacarse. Toc toc. Golpecitos ligeros se escuchan en el cofre, al principio piensa que son ocasionados por la misma polvareda. Toc toc. El sonido aumenta, se vuelve más nítido, más claro. Andrea intenta ignorarlo, aunque cada vez que lo escucha su cuerpo inconscientemente salta, cierra los ojos y se afianza con mayor fuerza al volante. “¿Por qué las cosas no mejoran con solo desearlas?” , piensa. El ruido aumenta. Se obliga a sí misma a abrir los ojos. Andrea observa una imagen difusa que le lanza con un extraño ritmo unas diminutas piedras.
—¡¿Qué demonios haces?! —le contesta molesta.
Andrea entorna los ojos para intentar identificarlo. Solo logra notar que viste un mono y una gorra a juego, con colores brillantes. Sonríe nerviosa. Lo mismo se trata de esas bromas o retos que se publican en las redes sociales. Lo único que le faltaba. Aunque también se puede tratar de un loco…Andrea logra sentir como la adrenalina se bombea por sus venas. Busca el teléfono. No sabe si echarse a llorar o tirar aquel aparato que anuncia en letra diminutas que no tiene cobertura. Los lanzamientos de aquella figura extraña ahora son con mayor fuerza. El ruido asemeja al granizo. Andrea nerviosa por el incremento en el diámetro de las piedras gira de nuevo la llave e intenta hacer funcionar el coche. Este reacciona en el mismo instante en que uno de los proyectiles rompe uno de los faros. No lo piensa. Pisa el acelerador. Sigue adelante. No porque quiera avanzar o llegar a esa bendita fiesta. No. Solo quiere huir de ese ser extraño.
Avanza por media hora más hasta que topa con una gasolinera. La tienda que está al lado se ve extraña. Tiene un letrero escrito en letras cursivas con caracteres redondos y cuadrados como una mezcla de árabe y japonés. Va hacia la caja. La ve vacía. Mira a ambos lados. Espera. De repente, escucha una voz de protesta. Se da la vuelta, pero no ve a nadie. Algo la empuja hacia un lado, la caja registradora se abre y unos billetes aparecen en la mesa y se guardan dentro de la caja. Escucha el taconeó de unos pasos alejarse y la puerta se abre y luego se cierra.
Andrea intenta dilucidar lo que ha ocurrido. No es posible. Seguramente se debe al cansancio, piensa. Sube de nuevo a su coche. Casi puede saborear una de esas duras camas de hotel. Sigue recto por la carretera hasta llegar a un pueblo. Hay ruido, bastante, pero no se ve nadie, ni siquiera un anima. Sigue un viejo bus que para en una parada.
Al acercarse, ve a través de las ventanas el interior vacío, pero las luces encendidas. Andrea se limpia la garganta con la intención de preguntarle al chofer su localización. Las puertas se despliegan. Vacío. Con las piernas temblorosas sube la escalinata para asomarse al fondo del autobús. No hay nadie. Baja con rapidez y echa a correr. Escucha una especie de murmullos distorsionados como los de una emisora mal sintonizada que se multiplican. Nunca fue buena para el deporte, pero le gana el miedo. Huye hasta donde le permiten sus fuerzas. Luego, se acuclilla y empieza a llorar. ¿Qué hace ahí? Ella ni siquiera quería ir a esa fiesta.
—No eres de aquí, ¿verdad?
No levanta la cabeza. Las manos le tiemblan. Intenta hablar, pero los labios están tan secos que parecen pegados con pegamento. Teme encontrarse de nuevo con una voz sin rostro, pero el sentir el cosquilleo de una melena encima de su rostro se tranquiliza. Es una chica de aproximadamente su edad. Viste colores alegres.
—Ven, tienes las manos frías —le dice al cogerla de la mano y llevarla hacia un sitio menos iluminado—. Será mejor que no destaques mucho, se podrían dar cuenta.
—¿Dar cuenta? ¿De qué? ¿Quiénes? —interroga asustada.
—Los adultos.
Andrea la mira incrédula. Ambas tienen cerca de veintitantos.
—Trataré de explicarte. Aunque no es fácil. ¿Por dónde empiezo? ¡Ah sí! Antes esto era un pueblo. De esos chiquitos que ni merecen las letras de un mapa. Si entre todos no éramos más de veinte personas. Ahora somos más, aunque sinceramente seguimos rondando casi la misma cifra, al menos si contamos a las personas como tú o como yo.
—¿De quién me tengo que cuidar?
—¡De los adultos! —repite.
Andrea la mira. Su definición de adulto definitivamente no es la misma.
—¿Quiénes son los adultos?
—¡Shhh! Los invisibles —murmura con apenas un hilito de voz— Todos los visibles no tenemos potestad ni obligaciones, así que nos llaman niños. Hay quien actúa como niño porque así te dejan hacer lo que te dé la gana, ya que después de adulto no se lo permiten.
Andrea se identifica con el término. El aumento en sus obligaciones en el mundo de la madurez la hace sentirse así: invisible.
—Es difícil de entender… Hace unos años vinieron aquí un grupo de científicos. Les gusta esta tierra. Pocos permisos y pueden hacer lo que quieran… Eran… extranjeros. Dijeron que querían probar un experimento con un dispositivo que descomponía la mente de la persona en electrodos y hacía que pudieran interactuar con el entorno. Para eso necesitaban probarlo en un pueblo pequeño. Entonces, este les quedaba como anillo al dedo. Con el tiempo ha ido creciendo. Ellos dijeron que en un futuro seremos algo grande como una nación, pero yo no lo creo, quizás podamos ser una pequeña ciudad. No le digas a nadie, pero quieren expandir esto como si fuera la lepra. Es normal, así los adultos son más dóciles y productivos.
—¿Por qué no te vas?
—Por la familia. A todos le han lavado el cerebro. Todos creen que es lo mejor porque temen a la muerte o porque se los venden como lo que tanto ansían aunque no sea cierto.
—¿Entonces tú eres la única que piensa así?
—Soy la única que no tiene miedo a morir más bien.
Andrea empieza a temblar. La chica le da su bufanda.
—Será mejor que te vayas.
Ambas escucharon como un murmullo de voces se aproximaba. La chica se hizo a un lado con los ojos abiertos y las manos temblorosas. Andrea corre. Da vuelta hasta llegar a la parada del bus. Se anima al ver su coche, pero entonces algo la golpea en la cabeza y cuando despierta está con la cabeza hundida en el volante y una raya de sangre en su frente. Coge nerviosa el teléfono que por fin tiene cobertura. Da la vuelta. Se promete a sí misma no volver a hacer algo que no quiera, como ir a una tonta fiesta. Contempla la posibilidad de hablar de esa chica extraña y de la gente invisible. No. No es buena idea. La tacharán de loca. Cuando sus horas de trabajo la hacen sentirse así invisible sabe que afuera hay una enfermedad que está ahí incubándose y extendiéndose en silencio.

Laura Sáez, soy escritora aficionada. Hace unos años participé en una antología conjunta llamada «Fronteras y descubrimientos» bajo el pseudónimo de Amaika, publicada en Amazon. Mis pasatiempos son escribir, leer y dibujar, en este último de vez en cuando actualizo mi contenido en deviantart con el nombre de amai-kabocha.

Celia Korina Alvarado Machuca, (Guadalajara, México). Soy odontóloga y escritora aficionada. He tomado algunos talleres de escritura con el Tintero taller editorial.
Participé en la antología de cuentos con aroma de café en mi ciudad. Amo la escritura.