Ella estaba recostada en un claro de bosque cuando las esporas moradas ingresaron por su boca mientras aspiraba. Cada respiración para disfrutar del aroma a pino hacía que entraran más y más. Una vez albergadas en la faringe, las esporas empezaron la germinación. Ella sintió un leve mareo, tomó un poco de agua y caminó a paso más lento hasta su cabaña. Dejó las cosas de la compra en la mesa, serían suficientes para un mes, así no vería a nadie por un rato. Se saltó la visita al huerto para recoger las hortalizas y las frutas, que usualmente caían cuando soplaba el viento y con las cuales elaboraba mermelada. Fue directo a la cama, durmió.
Vivir en el bosque era el sueño de toda su vida y la única motivación para tomar el trabajo sindicalizado que su padrino le ofreció. Desde niña solo quería era alejarse de la gente, el hacinamiento, el olor a sudor del metro y el ruido. Ahorraba desde los nueve años cada peso, no salía al cine o por dulces cuando niña, ni cooperaba para los pasteles de cumpleaños en la oficina de adulta, por eso no tenía amistades, ni le importaba. Cuando sus padres murieron en un accidente, decidió vender todo: la casa, el coche de su madre (el de su padre fue pérdida total), los muebles y hasta su plaza en el sindicato. Con el dinero compró el terreno y hubiera construido la casa con sus propias manos, tal cual imaginó en su infancia, si supiera cómo. Desoyó los cuestionamientos de sus familiares sobre lo lejos que viviría y peor: ¡sola! Le pidió a la arquitecta una casa autónoma, algo que le evitara contratar servicios, no por el ahorro en gastos sino para no tratar con gente. Se mudó allí cuando estuvo habitable, le dijo a la arquitecta que cuando le preguntaran por su cliente dijera que era un gringo loco y excéntrico, así los lugareños evitarían el rumbo. Su meta era que en cinco años no tuviera que comprar comida, ella misma sembraría y elaboraría todos sus alimentos.
La rutina para mantenerse saludable y evitar las consultas era muy estricta. Religiosamente tomaba dos litros de agua; comía cinco diferentes vegetales al día, con su respectiva porción de proteína, nada de grasas o de azúcar; dormía siete horas exactas y se ejercitaba en casa. Salía a caminar sólo con las botas de senderismo y ropa impermeable, porque en el bosque de niebla puede llover en cualquier momento. Llevaba tres años así, sin que alguna enfermedad la obligara a ir con esa doctora recién egresada y parlanchina a la que el gobierno mandó al pueblo. Pocos sabían la ubicación de su casa, incluso, logró borrar la huella los senderos usados ataño que pasaban cerca de su propiedad, colocó arenilla y piedras en otros caminos para que la gente transitara por allí. No tenía perros, no soportaría su necesidad de cariño, sólo una gata para mantener a los roedores alejados. La soledad se había vuelto para ella más que una costumbre: ¡una meta!, no necesitaba más que estar en su cabaña, ver al sol bañar de amarillo y rojo el mar de nubes que se extendía por los montes, cocinar con calma, aspirar el aire lleno de olor a hojas y leer por las noches, mientras la gata salía a cazar.
Durmió durante un día y medio, todo ese tiempo soñó que estaba dentro de un ser, oía su respiración agitada, sentía los latidos y veía cómo las conexiones neuronales pasaban de un azul pálido a un morado vivo, vibrante, luminiscente. Ese morado le recordó imágenes del espacio exterior: las galaxias coloridas y brillantes que se extendían en medio de la negrura, del vacío. No sintió a la gata subirse a la cama y pedirle que le sirviera agua, ni cuando colocó un ave muerta a su lado. Ella no lo sabía, pero en ese momento el hongo morado se había instalado en su cerebro y tomado el control.
El hongo tenía miles de millones de años en ese bosque, llegó con un meteorito y le gustó aquel lugar. Se adaptó a esa armoniosa forma en que todo se comunicaba: las nubes y la bruma que lamen las hojas de los árboles, los insectos multicolores que llevan y traen alimento entre los troncos, la tierra húmeda y el musgo, los hongos que se estrechan por debajo del suelo, la lluvia, los venados, con las ardillas y los ocelotes que guían a sus crías por entre la espesura. Sabía poco de humanos, fue esta mujer quien despertó las ganas de vivir la experiencia de esos seres tan distantes a la naturaleza.
Ella despertó en medio de la noche con sed y hambre, se sentía distinta, un poco torpe y caliente, con fiebre. Se levantó y vio los restos de un ave, eso que sabía le causaba asco y molestia le fue comprensible: la gata quiso alimentarla. Se sintió agradecida, unas lágrimas de conmoción surgieron y eran las primeras tras la muerte de sus padres. Con excesiva calma probó todos los alimentos, las frutas, el pan, el queso, como si no los conociera del todo. Recorrió su casa tocándola con los dedos, salió descalza al huerto y caminó un rato hasta que los pies se entumieron del frío. Encendió la chimenea, preparó un chocolate y esperó a la gata con su última lata de atún entre las manos. La felina, a la ni siquiera había puesto un nombre, llegó en la mañana, no se acercó, la rodeaba viéndola fijamente con sus ojos ambarinos y alzando la corva, a pesar de que le ofrecía el alimento. Ella fue paciente y colocó la lata cerca de sus pies, luego se sentó en el piso a esperar. La gata cedió ante el olor del pescado, ella pudo entonces acariciar el pelaje blanco con manchas amarillas y negras. Sintió un toque eléctrico en su cerebro, la sensación se deslizó perezosa hasta sus pies sin perder intensidad. Hubiera querido tomar a la gata entre sus brazos el resto de su vida, otra vez hubo llanto de alegría. Agachó el rostro y mirando a la gata a los ojos le dijo: Te llamarás Caracola. Ella, la mujer, volvió a sentir la electricidad por todo el cuerpo.
El resto de la semana se la pasó canturreando mientras regaba las plantas y los árboles, nunca había disfrutado tanto hacer esa tarea, tocar sus hojas, acercar la nariz y oler ese aroma dulce o pegajoso que desprendían. Aprendió a sentirles y comprender sus necesidades, agradecerles la compañía, el alimento que le daban. Para ese momento, Caracola se acostaba en sus piernas cada que leía, ella pasaba las manos por las partes exactas que la gata le indicaba con sus ronroneos. Empezaron a dormir juntas, estrechando sus cuerpos para guardar el calor, entonces el cosquilleo cerebral seguía el ritmo de la respiración de Caracola y soñaba que las neuronas moradas refulgían en sintonía con el cosmos. Después tuvo la necesidad de salir, de caminar y reconocer con este nuevo cuerpo, con este nuevo ser que era, las cosas que como hongo ya conocía. De tanto en tanto, metía las manos a la tierra para percibir las fibras diminutas que entrelazaban a otros hongos. Se detenía a mirar el vuelo de los insectos o su andar por las hojas. Entró en los arroyos para sentir con la planta de los pies el barro y la lama de las piedras. Regresaba a su cabaña vibrando toda ella, intensificando la sensación cuando Caracola se frotaba contra sus pantorrillas.
Decidió ir al pueblo, con la primera persona que se cruzó fue una señora de pelo blanco trenzado que recogía leña. Se sonrieron, fue como si una descarga bajara por su columna. Tuvo ganas de hablar: Buenos días, ¿quiere que la ayude?, le preguntó. La carcajada de la señora le cimbró el cuerpo: ¡era su primer contacto con otro ser humano! No crea que soy tan grande, le respondió la señora, se llamaba Anastasia. Platicaron todo el camino, ella cargó algunos troncos hasta casa de Anastasia, allí se tomaron un café juntas y en su paladar eso se transformó en un torrente energía. Caminó por las calles empedradas, saludando a cuanta persona encontraba y sin saber por qué fue a la clínica, no le dolía algo, se sentía mejor que nunca. Habló con las señoras que llevaban a sus bebés envueltos en cobijas, con el señor de huaraches y bastón, con la jovencita embarazada. Llegó su turno, no tenía idea de qué decirle a la doctora, sólo quería verla. ¿Ya tiene expediente?, le preguntó la joven con bata blanca y ella supo, por las centellas bajo su piel, que algo más pasaría. No, es que soy nueva en estos rumbos, contestó ella vuelta una con el hongo. La médica sonrió al preguntar por su nombre. Me llamó Clara, le dijo extendiendo la mano, en el instante en que sus dedos se tocaron un rayo las sacudió a ambas.

Samantha Páez es periodista, escritora y activista. Ha publicado en las antologías de minificción Puebla en 100 Palabras, Vamos al circo y Cortocircuito. Su cuento “El extraño personaje llamado Bruno Sáez” ganó el tercer lugar del premio José María Mendiola 2016 y “La última Luna de Centauri” obtuvo una mención honorífica en el concurso Imaginarias, Premio Nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción 2022.

