Querida manada…
Dicen que hay varias maneras de viajar. Viajas en los sueños; en los recuerdos nostálgicos a través de fotos, notas, canciones… viajas leyendo un libro imaginando cada escena y obviamente viajas de manera tangible tomando algún medio de transporte para llegar a cualquier lugar: un barco, una lancha, un avión, un autobús, un tren o hasta un burro, pero viajas para otro destino físico.
Pero hay viajes de los cuáles muy pocas personas hablan, porque en este mundo real caótico donde todo es “exprés”, los viajes místicos son tabúes debido a que —quién guía— suele ser un ser exclusivo que no encuentras en cualquier lugar ni en cualquier momento, por lo tanto, son poco conocidos. Les cuento estimada manada, porque esta experiencia es digna de tatuarse en la mente y en el corazón.
A principios de este año y por azares del destino tuve la fortuna de llegar a un pueblito pintoresco enclavado en las montañas con bosques de pinos y encinos. El lugar era frío, pero había magia por todas partes: el pueblo típico con diferentes tipos de cabañas de madera, caminos empedrados, jardines y murales con motivos de los seres místicos que caracterizan esta región.
Pedimos permiso para adentramos al bosque por senderos bien marcados donde suele transitar la gente de esta zona habituada al entorno con todo el respeto que se merece. Yo —una típica citadina que siempre añora el campo—, en cada ecosistema natural que visito, lo aprecio como un paraíso terrenal digno de un santuario que hay que cuidar, amar, respetar, venerar como lo más sagrado que exista en este planeta.
Caminamos entre los senderos rodeados de un esplendoroso verdor, pero con un aire nebuloso por la altura en donde estábamos, casi tocando las nubes. En el ambiente se percibía el olor a petricor, vibraciones sonoras variadas y todo tipo de presencias inexplicables ¡La Naturaleza en toda su máxima expresión atravesando cada poro de este humilde ser que se abate ante su magnificencia!
Y por ahí asomaban entre troncos, piedras y hojarasca, los seres mágicos de los cuales en algún momento había leído en la literatura académica con descripciones técnicas rigurosas poco comprensibles para el ciudadano de pie. Los observé detenidamente, apreciando cada detalle de sus cuerpos aparentemente frágiles pero llenos de sabiduría. No fui capaz de tocarlos. Sabía que contenían una magia especial y necesitaba de la asesoría de sus custodios para lograr conectar con ellos.
Así que posteriormente, a la salida de los senderos ya establecida en una cabaña a la orilla del bosque, una amable mujer de la comunidad me proporcionó una dosis de los bellos y seres mágicos. Añoraba desde hace muchos años este justo momento. Un ambiente de calma, paz, embebida en medio del verdor de los pinos y encinos, en comunión sagrada con “la carne de los dioses” como se suele también conocer a estos seres mágicos y caprichosos que no aparecen en cualquier lugar ni en cualquier momento. Por esta razón, personas de diferentes países, culturas y lenguas vienen a buscarlos en una temporada especial.
Y aquí también estaba yo. Admirando, acariciando y oliendo estos cuerpos virtuosos como alimento para mi alma sedienta de una conexión divina hasta ese momento desconocido. Preparé con ellos, un té calientito ligeramente endulzada con miel de abeja. Me recosté y bebí de poco a poco para disfrutar el sabor dulce térreo y un calor acuoso recorrer por mi cuerpo. Y lentamente, empecé a sentir una ligereza corporal que me hizo caer en un suceso de letargo donde la imaginación se confundía con la realidad.
Cerré los ojos y entre sueños observé las primeras escenas de figuras romboidales y psicodélicas en tonos fríos: fucsias, lilas, morados, azules; y mientras admiraba los juguetones cambios de tonos y formas, un hormigueo agradable sentía por todo mi cuerpo. Fueron escenas intensas configurando formas caprichosas que duraron lo suficiente para transformarse en una gigante piel de reptil.
Específicamente una piel escamosa, grisácea, plateada y brillante de lo que parecía una serpiente gigante (pero sin lograr ver cabeza ni cola), únicamente el gran cuerpo robusto deslizándose lentamente a mi alrededor y el ligero sonido de su serpenteo. No entendía bien si yo me hice miniatura, o estaba en un lugar de gigantes.
Como sea, me veía en medio admirando la majestuosidad de aquel animal aparentemente salvaje, que mientras me rodeaba parecía presumir su brillante piel y su habilidad para transmutarse a otra forma. Así, apareció un remolino también gigante, yo aún en medio observando perpleja la formación que giraba y aceleraba cada vez más fuerte y veloz. El gran remolino evolucionó hasta convertirse en un “hoyo de gusano” con una mezcla de colores grises, naranjas y azules.
Mi cuerpo iba cayendo dentro del hoyo mientras seguía girando con algún tipo de impulso que también le hacía girar sin parar. Y mientras yo atravesaba, el gran hoyo giraba cada vez con mayor rapidez. Los colores se fusionaban entre los giros y tenía la sensación de caer en un vacío sin final.
Y así fue, pues el hoyo únicamente fue un portal que me llevó a otra dimensión: el Universo.
Ahí estaba. Oscuro, inmenso y a la vez destellante de cuerpos celestes. Yo seguía flotando, pero ahora sin dirección alguna, simplemente en el limbo apreciando el espacio profundo de una gran telaraña cósmica sin principio ni fin. Y de repente, entró en escena un gran planeta que ocupó casi toda mi visión ¡Saturno! El gran planeta gigante con sus relucientes anillos (yo los vi en tono azul platinado).
Saturno empezó a rebotar lentamente como una pelota en medio del infinito y luego, en su centro planetario apareció un ojo gigante que me veía directamente y me parpadeó tres veces, para luego difuminarse y transformarse en miles de ojos pequeños distribuidos por toda su superficie. Los ojitos se abrían y se cerraban como haciéndome miles de guiños y poco a poco se distorsionaron junto con el planeta, para configurarse en una bella pero efímera nebulosa con colores resplandecientes.
Digo efímera, porque fue lo último que logré admirar, una hermosa nebulosa llena de energía cósmica que brillaba solo para mí. Como invitándome a adentrarme a su fastuosa masa y fundirme en ella, pero en lo único que me disolví fue en un sueño tan profundo que duró varias horas.
Logré despertar ya casi cayendo el alba. Los cielos mezclaban tonalidades azulosas y las nubes estaban tan cerca, como fieles compañeras de este mágico viaje. Aunque “despierta”, me sentía aún en otra dimensión y con una extraña sensación de una inexplicable felicidad que me desbordaba por todos lados.
Hasta ahora no tengo toda la certeza de lo que significó esta comunión con los llamados “carne de los dioses”, o los coloquialmente conocidos como “hongos alucinógenos” por los urbanitas que incluso muchos les temen. Y tal vez tienen razón si no son capaces de amar y respetar por sí mismos a la Naturaleza y el Universo que nos contienen.
Puedo pensar en una o más interpretaciones de este “viaje místico”, pero sin duda, una que me convence es el misterioso viaje interno. El Universo está en todos lados, se manifiesta de mil formas. Nosotros mismos —como cada ser que habita este planeta— somos la manifestación del Universo, hechos de los mismos elementos que conforman la telaraña cósmica, donde cada uno somos un todo y nada, a la vez.
Y con toda certeza, seguiremos viajando formando parte de otros espacios y otros tiempos: una raíz, un sustrato rocoso, un insecto, un ave o tal vez en el océano… o en forma de micelio que nos une a todos, aquí y más allá.
Querida manada, así concluyo con mi relato y breve reflexión de un viaje poco convencional. Un sueño cumplido desde mi precoz y ávida curiosidad insaciable. Una experiencia digna de repetir en algún otro momento de introspección urgida como escape de la cruda y mundana realidad.
Los quiere,
Amanita muscaria

Yameli. Soy bióloga con posgrado en geografía. Amante de la Naturaleza, la música y el café. Desde niña colecciono rocas. Soy también una mezcla equilibrada de extroversión e introversión. Entre mis pasatiempos están leer, ver películas, dibujar, colorear, tocar piano, bailar, escribir, así como tomar diferentes cursos y talleres de artes o ciencias.

