Llego tan temprano que afuera apenas amanece. Destellos naranjas, delgados y tenues, se asoman tras los ventanales del edificio y disparan directo hacia mis pies. Luz que veo, pero no puedo sentir, piernas heladas que me advierten de un posible calambre, manos tensas que deben moverse. Levanto el dedo índice y, con firmeza, toco la pantalla verde neón, hasta que el Sistema Biométrico para Control de Asistencia (SBCA) muestra mi nombre. La voz femenina me recibe.
Bienvenida, gracias.
Bienvenida, gracias.
No despego el dedo durante un rato porque 1): La voz me resulta impersonal, aburrida y, por algún motivo que desconozco, agradable, en partes iguales, hecho que me consterna tanto como 2): pensar en la cantidad de microorganismos que habitan el verde chillante, ignorantes de lo que existe de este lado, pero que ahora viven bajo mis uñas y entre los surcos y crestas de los pliegues carnosos que conforman esta mano, ahora setecientas veces más sucia que la tapa de un inodoro, pienso, mientras oprimo el botón del ascensor, las puertas se cierran y mis oídos comienzan a taparse.
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Ding.
Entre ráfagas del Aire Acondicionado Centralizado (AAC), enciendo la computadora, leo los correos, edito la redacción, a veces mala, a veces pésima de lo que mi jefe me envió ayer. Preparo un café cargado y lo tomo, cual medicina. Hojeo papeles, actualizo reportes, imprimo documentos. El teclado hace un ruido que a mí me gusta, me relaja. Continúo haciendo clic y mirando el monitor de veinte pulgadas que me acompaña desde hace cinco años, hasta que me arden los ojos y mi cuerpo se entumece.
La semana pasada comencé a hacer ejercicio antes del trabajo. Compré zapatos deportivos, mallas negras para pilates, bandas elásticas y un tapete de yoga. No me pesa la alarma de las cuatro cuarenta y cinco. Me baño en sólo diez minutos y huelo a eucalipto todo el día. Tomo batidos de proteína y me gustan. Las encías me duelen de tanto cepillarme los dientes.
Eso escribo. Me lo imagino.
Miento.
Lo cierto es que hago ejercicio en el archivo de esta dependencia de gobierno. Un espacio de seis metros cuadrados al que sólo tenemos acceso tres personas. Huele a lo que huele el papel amarillo; a cartón viejo y olvido institucional.
Diez sentadillas cada cuarenta minutos, por lo que ahora todos piensan que sufro de una vejiga defectuosa. Sin embargo, lo hago porque el ejercicio combate la probabilidad de un ataque al corazón, especialmente en vidas tan sedentarias como la mía. Algunas mañanas fantaseo vagamente con la idea de que esto no es suficiente y, de todas formas, mi corazón se detiene. Muerta en horario laboral: el cuerpo vencido sobre el teclado, una marca en la mejilla, el almuerzo frío. Nadie nota nada durante horas. No fue un grito ni una caída. Sólo un colapso silencioso, un punto final, como los que redacto entre tantos oficios. Otras veces, decido que diez sentadillas son como un ataque contra el escritorio, la silla, o lo que sea que representen los documentos que firmo mientras me pregunto cuál es la utilidad real de mi profesión. Porque creo que trabajo es sembrar comida, cuidar animales o sanar enfermos. ¿Hay algo más? ¿Algo que no sea contestar llamadas y redactar saludos cordiales?
No, no me quejo. Porque me agrada estar aquí. Será sólo costumbre, pero hay algo en el tecleo constante que relaja (como un golpeteo suave de gotitas contra la ventana), el zumbido de la lámpara en el techo y el ritmo de la impresora mientras vomita páginas y páginas y páginas hasta que alguien grita: ¡Ya no hay! Creo, pues, que la monotonía también trae paz.
Uno, dos, tres, comienzo mis sentadillas sobre las baldosas desocupadas, mirando fijamente la puerta por si alguien abre. En ese caso, voltearía hacia la izquierda para decir que estaba buscando aquel plano, aquel expediente. Una coartada infalible.
Cuatro, cinco, seis, observo las cajas y pilas de papeles, el banquito donde me he sentado a llorar algunas veces; es extraño pensar que aquí he tenido un par de entrevistas telefónicas, que desde aquí he llamado para preguntar por vacantes. Aún tengo esperanza de llegar a un mejor lugar.
Siete, ocho, deberíamos mover estas cajas, acomodar esos papeles, digitalizarlo todo. Pero no hay presupuesto. Nunca ha habido, creo que nunca lo habrá. Pienso en las actas con nombres como Eulogio, Tiburcio y Crescenciano. Que un incendio podría llevarse la última prueba de aquella asamblea a la que acudieron hace cien años. Que esta pequeña dependencia dejaría de tener valor alguno. Pienso en lo fácil que es encender todo con un fósforo.
Nueve. Diez.
Esto lo hago porque lo recomendó la recepcionista, aunque, pensándolo bien, seguro era falso. Claramente, hacer diez sentadillas no equivale a correr una hora, pero yo decido creer que es algo parecido, porque necesito creerlo. Aquí todo es… (mentira es una palabra difícil de digerir y aceptar), aquí todo es medio verdad. Profesional, formato sin fondo, política agria, diplomacia cansada. Sonrisas acompañadas de un “¡buenos días!”, las risas en los convivios, los chismes de la oficina. Alguien dice que escuchó que alguien dijo que tú dijiste. Pequeñas dudas que se esconden dentro de otras, como una muñeca que guarda otra casi idéntica, pero un poco más torcida, más fea, más deforme. Ayer dijeron que él dijo que ella dijo que yo soy, que yo fui, que yo hice. Y quisiera que no me afectara escuchar cosas así. Pero estuve triste hasta el jueves y eso me lo contaron el lunes.
Hay días en que no sé si estoy harta o simplemente cansada.
No podía imaginar, en mi primer día de trabajo, que algún día llegaría a sentirme así. Aún me veo, sentada, leyendo expedientes, buscando palabras desconocidas, anotando cosas que, honestamente, sigo sin entender. Fue un momento que ya se detuvo en el tiempo. Me compadezco del miedo que sentía, tan real para mí. Si pudiera hablarme en aquellos momentos, me diría que no hay nada que temer, que llegaré a odiar ese lugar. ¿Eso sería un triunfo, o me habría dado aún más miedo saberlo?
Lo cierto es que no tomo café. El sabor me desagrada tanto como el olor de esta oficina.
Cuatro personas me han dicho que debería relajarme. Dos ingenieros y dos licenciados. «Trabajas en gobierno, aquí nada importa», comentó un compañero, cuando me vio apurada enviando correos. Lo dijo serio, como si fuera secreto de Estado. Era mi primera semana y, sonriente, me dijo cómo trabajar o, más bien, cómo no hacerlo.
Ya es hora de comer. No sé si el tupper derretido le da un sabor distinto a los frijoles y el fideo, pero saben distinto que en casa. Casi es hora de salir. De pronto, lo decido: voy a renunciar. Mi hermano pregunta por qué. Porque esta oficina huele a humedad. Porque nadie sabe qué hacer, pero todos opinan. Porque estoy harta del “urge para ayer” cuando me lo acaban de pedir. Porque aquí los chismes pesan más que el trabajo, y el jefe no sabe redactar y ha hecho comentarios que podrían enviarlo a la junta de conciliación. Porque he dejado de escucharme, y en cada documento archivado hay una parte de mí que ya no quiero guardar.
Hoy tiro por el borde todos y cada uno de los esfuerzos que he realizado en vano. Escribo una carta impecable y la dejo sobre el escritorio del jefe. Afuera me espera algo distinto, un futuro brillante, en un trabajo remoto, donde nadie me habla por encima del monitor para decirme algo que ya sé, un nuevo chisme sobre mí. Me espera una vida nueva, con menos carpetas y más sentido. Me espera… algo.
Eso escribo. Me lo imagino.
Miento.
Me agrada estar aquí, ya lo había dicho, pero creo que en realidad me gusta repetir esta mentira, mientras abro un nuevo archivo, uno idéntico al anterior, y me doy cuenta de que en realidad me gusta no estar desempleada. Que lo que siento no es gusto, es un alivio silencioso, frágil y con fecha de vencimiento.
No me voy, aunque quiero, porque una parte de mí logró echar raíces entre el concreto. No sé cómo, pero en esta rutina hay algo que se parece a la paz: tengo un escritorio con mi nombre, un sueldo que llega puntual y una silla en la que ya sé cómo me duele la espalda. Al menos esto tiene pago y horario. Y hay días, no todos, en los que logro fingir que me es suficiente. Quizás por eso, camino hacia la puerta y paso la tarjeta frente al Lector de Control de Acceso (LT-CAS). Mientras espero el elevador, alcanzo a vislumbrar el cielo apagado, la contaminación que lo devora todo, gris.
Sé que mañana aquí estaré. Claro que no voy a renunciar.
Tú tampoco lo harías.

Mayla Galilea Martínez (Monterrey, 1998). Soy Licenciada en Derecho por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Fui becaria del Centro de Creación Literaria UANL en su tercera generación. Actualmente sobrevivo de las leyes, pero vivo de la escritura.

