Cerraron la puerta de entrada con ella afuera. Su encrucijada estaba resuelta porque no había más opciones, solo un camino: el de la libertad. Y lo tomó tranquilamente, porque sabía que las jaulas no hacían cantar a las aves, sino llorar.
Las húmedas paredes del sótano donde moría cada lunes conservaron su cartelera de corcho donde pendía una amarillenta hoja suelta de calendario. Marcaba la fecha de cierre para inscribirse en la universidad: 31 de enero del año 1996. Su horario de labores le impidió inscribirse hacia tantas primaveras y veranos, pero nunca más postergaría la vida. 25 años de indecisión entre el riesgo y la gota periódica fueron resueltos cuando se cumplió su fecha de caducidad en el mercado laboral.
Así pues, tantos años después caminó hacia atrás, con la mirada puesta en la puerta cerrada, solo unos cuantos pasos para asegurarse de que su nariz no se había estampado en el vidrio templado de la puerta y ya algunos pies lejos de esta, giró su cuerpo, aseguró la mochila sobre los hombros, sacudió la cabeza y empezó a subir los escalones de su nueva vida.

Guatemalteca por nacionalidad, mestiza feminista mesoamericana por identificación. Trabajo en el ambiente editorial y he sido publicada por Especulativas, Salidas del tintero y otros medios no digitales.

