“Sopla, Annie, sopla más fuerte”, suena la voz de la madre. “Sopla con más fuerza, niña”, grita la abuela, sentada en una mecedora de mimbre. “¿Ya pediste los tres deseos?”, pregunta el padre mientras retiene, con los brazos extendidos, a la multitud de niños que se avalancha sobre el pastel.
He repasado esta escena cientos de veces. Es mi cumpleaños número siete. Quisiera adentrarme en el video y susurrar en mi oído: “No es real. No soples”. Mis videos de infancia nunca fueron digitalizados, dependo de una videocasetera para reproducirlos. Hace un par de años, reuní algo de dinero para convertir esas imágenes en bytes compatibles con nuevas tecnologías, pero terminé usándolo para apoyar al refugio de animales que ardió en el centro. Ahora, nadie debe saber que poseo este material.
Es por las noches cuando la urgencia por verlos se acrecienta. A través de la pantalla, repaso cada detalle de la casa de mis abuelos, sus ropas, sus modos. Acaricio con mis dedos la figura de mi madre, me adueño de su voz hasta quedarme dormida.
***
—¿Qué has soñado esta vez? —pregunta la voz.
—Nada —contestó a secas, quiero que crea lo que digo.
En realidad, soñé que participaba en un concurso de televisión. Luego de ganar una licuadora, decidí catafixiarla. En el escenario, el presentador me esperaba frente a tres cortinas de terciopelo que ocultaban distintos premios; por lo general, solo uno valía la pena. Con las manos temblorosas, señalé la segunda. A medida que el rollo de tela se alzaba, sentí que las palpitaciones bajaban hasta mis muslos. Para mi sorpresa, gané una dotación descomunal de gomas, sacapuntas y lapiceros adornados con los personajes de Sanrio. Oía los aplausos y las felicitaciones cuando vibró la alarma.
En mi infancia, esos objetos eran la fuente de mis obsesiones. Los pedía al soplar las velitas del pastel, los imploraba al cielo en las noches de luna llena. Mis anhelos nunca se materializaron, pero los mantuve a resguardo, en secreto. He aprendido que algunos deseos, para poder cumplirse, necesitan ser compartidos.
***
Observo a los hombres de batas amarillas hurgar, por enésima vez, la oficina de la Dra. Bosch. Esta mañana entraron y se llevaron las jaulas con las ratas blancas; otro grupo se apoderó de los archiveros ubicados en el ala de genética. Solo los tercos siguen aquí, los tercos y los que no tenemos nada que perder.
Desde la desaparición de la doctora, hace más de un año, mis pensamientos son como esquirlas dispersas, fragmentos que intentan, en vano, recuperar su forma original.
Marco me ha escrito una nota que dice: “Todo va a estar bien”. Aunque me conmueve su empeño por consolarme, a mí la vida me ha enseñado a esperar malas noticias.
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Me convertí en discípula de la doctora Magdalena Bosch al azar. Viajábamos en el mismo vagón el día en que un par de malandros asaltaron y asesinaron a mis padres frente a nuestros ojos. Meses después, me enteré de que ella fue a buscarme al departamento de mis tíos con una propuesta. Para mí fue un evento borroso; en esa época, me la pasaba dormitando y mi trato con los demás se limitaba a un simple intercambio de monosílabos.
Tardé mucho tiempo en acudir a la dirección que ella dejó escrita en una tarjeta. Me transporté en taxi, no he vuelto a pisar el metro. Por la ventana del vehículo, vi pasar los edificios más gloriosos de la delegación 22. Nos detuvimos frente a una bodega sin chiste. Ahí estaba el acceso a sus oficinas. El mayor laboratorio de estudios sobre la conducta humana se ocultaba siete metros bajo tierra.
—Muéstrame qué sabes hacer —me dijo la doctora frente a un ordenador.
Esa indicación me irritó hasta la piel; era obvio que si había dado con mi paradero, también sabía a qué me dedicaba y cuáles eran mis capacidades. Cogí el teclado de mala gana y abrí un archivo de programación básica. Tecleé un listado de instrucciones y al poco apareció un cuchillo con la palabra venganza inscrita en el mango.
—Eres perfecta para esto —murmuró, tratando de disimular la emoción en su tono.
—¿Yo?
—Ana, ¿sabes cuál es el elemento previo a cada acción? —me preguntó.
—No —contesté sin sentir ningún interés por la conversación.
—El deseo, Ana. El deseo anticipa el comportamiento. Ahora ven, necesito mostrarte algo.
La Dra. Bosch llevaba décadas estudiando y publicando sobre el papel del deseo en la formación del carácter. Su trabajo dio origen al Deep Desires Educational Program (DDEP), una iniciativa de autodescubrimiento y desarrollo personal que utiliza tests de valores, diarios reflexivos, mapas de propósito y técnicas de neuroimagen para identificar los anhelos de las personas y guiar su transformación.
Según su teoría, todos podíamos alcanzar un estado de florecimiento al educar tanto los deseos racionales como los no racionales. “El verdadero camino hacia la educación moral radica en el diálogo interno entre ambos”, solía enfatizar ella durante sus conferencias.
La notoriedad de sus investigaciones atrajo la atención de personajes con mucho poder. Fue entonces que, a petición de ella, empezamos a codificar nuestra información. En los últimos meses de trabajo juntas, la recuerdo en estado de alerta permamente. Ella estaba convencida de que nos vigilaban.
Con frecuencia me pregunto cómo reaccionaría si se enterara de lo que está ocurriendo. Pese a nuestras precauciones, ellos copiaron nuestros modelos para crear la herramienta más innovadora que existe en el campo de las ciencias sociales: el Entrenador Digital de Deseos Éticos, un asistente de voz único que ha sido distribuido en todos los hogares. Por ley, estamos obligados a responderle. Cada mañana, la tortura inicia con la pregunta: ¿Qué has soñado esta vez?
***
Recorro las calles vacías de las delegaciones del sur. Se respira un aire triste: huele a tormenta, a cenizas, a llanta quemada. Aquí la Dra. Magdalena Bosch pasó incontables horas hablando con personas que padecían problemas de adicciones.
Extinguida su voz, sólo quedan murmullos conspiratorios. Unos dicen que se suicidó, otros que fue secuestrada. Hay quienes la imaginan escondida en el bosque y quienes la acusan de haberse vendido al mejor postor.
Yo no logro descifrarme. A veces me invade la rabia, otras la tristeza. Casi siempre es la impotencia la que me devora. ¿Por qué no dejó ninguna señal, ningún gesto que anunciara sus planes? ¿Por qué no me alertó del peligro que corríamos? ¿Qué puedo hacer yo en una ciudad de desaparecidos? Aquí habitan las sombras de los que algún día fueron, las almas de los desafortunados cuyo maldito error fue haber nacido en este país.
***
Llego a casa y me visto con ropa cómoda. Me conecto a la red del asilo de ancianos. El monitor marca los signos vitales de un desconocido y la interfaz asume que duermo.
Me encierro en el clóset y acomodo el televisor y la videocasetera. Rebobino la cinta y presiono play. Contempló la ilusión en mi rostro al soplar las velas. De pronto, pienso que nunca me sentí avergonzada por la superficialidad de mis deseos. Yo fui libre de desear hasta el hartazgo. En cambio, ahora…
La ira me sube por el pelo y me electriza el cráneo. Apago el monitor y le grito al Entrenador Digital de Deseos Éticos. Apenas lo hago y ya estoy arrepentida. Se activa un sermón sobre las consecuencias de mis actos. La máquina me informa que mi conducta es código magenta, lo que significa que, para limpiar mi estatus, debo cumplir con diez horas de trabajo comunitario esta semana…
La interrumpo. Recurro con velocidad a otro recuerdo de infancia: los certámenes de belleza. Le explico a la máquina que en mi mente ha surgido un pensamiento tan fuerte y sublime que es capaz de acallar mis inquietudes.
—¿Qué es lo que deseas? —me pregunta.
—La paz mundial —respondo con la seguridad y la alegría propia de una señorita miss Hawaiian Tropic.
Observo que mi código cambia al color azul y, por un breve instante, olvido el vacío de mis entrañas y me siento en paz.

Mazatleca y médico de profesión. He escrito literatura de ciencia ficción y artículos de divulgación científica que han aparecido en diversos medios.
Soy apasionada de temas relacionados al cambio climático y la salud.

