Las mujeres del pueblo siempre han sabido que cruzar el umbral es un riesgo.

No el de los caminos largos, ni el de los hombres que esperan en la sombra, ni el de la sed que muerde los labios. Si no otro peligro. Uno que respira bajo la tierra y escucha los deseos de quienes parten.

Alma lo supo desde niña, cuando su madre desapareció una noche, envuelta en el viento. “Volveré por ti cuando esté del otro lado”, le prometió. Pero nunca regresó.

Cuando Alma creció, llegó su turno. Soñaba con ese otro lado, donde el hambre no la doblara por las noches y donde sus pasos no fueran seguidos por ojos hambrientos. Así que caminó hasta el límite del pueblo, donde el desierto se abre como la boca de un Dios dormido.

Y ahí estaban ellas… Las que cruzaron antes. Sombras largas, con el cuerpo distorsionado, como si hubieran sido moldeadas a medias por manos invisibles. Sus ojos, negros como pozos secos, brillaban con un reflejo espectral.

Alma entendió demasiado tarde. La frontera no sólo se tragaba a las mujeres… las cambiaba.

Las que no lograban llegar, aquellas que murieron en el camino, no desaparecían. Se quedaban atrapadas entre mundos, condenadas a devorar a las que venían después.

—Nosotras también deseamos cruzar —susurraron las voces, enredándose en su piel. Alma corrió, pero el aire pesaba. Las sombras se aferraban a su cuerpo, arrastrándola hacia el suelo arenoso, enterrándola en el mismo polvo donde tantas otras se habían hundido.

—No… yo quiero vivir.

—Nosotras también queríamos.

La última imagen que vio fue la línea del horizonte. Tan cerca, tan lejos.

A la mañana siguiente, otra mujer llegó al límite del pueblo, con el mismo anhelo y deseo, latiéndole en el pecho. No vio a Alma, pero sintió que algo la miraba.

La frontera siempre cobra su precio.