Una alumna nueva se presentó en mi aula durante el almuerzo. Tengo la costumbre de dejar la puerta abierta para cualquier estudiante que quiera comer en compañía de otros que también están solos, para mí siempre es agradable tenerlos charlando con efusividad de diversos temas.
Sheila, la alumna recién llegada y una de las más pequeñas, saludó cordialmente y tomó asiento junto a uno de los chicos, Juan Felipe. La mayoría de los alumnos presentes tenían más de catorce años, pero en estos momentos no parecían los adolescentes entusiastas que conocía. En su silencio noté preocupación general. Todos ellos tenían historias por contar, algunas quizás demasiado intensas.
—¿Han visto las noticias? Ya hay más de diez mil fallecidos por la enfermedad de las rosas —soltó Kenji de pronto, a Patricia no le hizo ninguna gracia.
—No seas desgraciado y deja comer en paz.
—Es que está muy heavy el asunto.
—Por eso no tienes amigos —respondió Juan Felipe, dígase el único amigo de Kenji.
—Una prima mía está internada en el hospital por la enfermedad de las rosas —comentó Lorenza en tono rencoroso—. Se enamoró de un patán que la usaba y ahora tiene riesgo de perder la vida. ¿Pueden creerlo? ¡La vida es una mierda!
La enfermedad llegó seis meses atrás, tan misteriosa como implacable; se llevó a tantos que me daba miedo mirar las estadísticas actualizadas. Vi a mis amigas sucumbir a la enfermedad tras sentirse inseguras en sus relaciones y comprobar que ya no eran amadas. Mi hermano terminó en urgencias cuando su noviazgo a distancia terminó. Teresa, mi vecina que no tenía ni veinte años, murió el mes pasado ahogada en rosas sangrientas.
El amor no correspondido se convierte en rosales dentro de los pulmones. El terror que causó no tenía precedentes, ninguna enfermedad a lo largo de la historia de la humanidad se equiparaba a esto. Un virus sin un origen lógico, sin una explicación científica para su existencia, pero existe. Amar se volvió peligroso porque la incertidumbre insertaba la semilla, pero el dolor la hacía crecer.
No hay cura definitiva, sólo dejar de estar enamorado o ser correspondido puede salvar sus vidas.
—Lo lamentó mucho. Me imagino que ha sido difícil para ti y tu familia —intenté consolar, me entristecía pensar que cada uno de ellos estaba envuelto en su propio duelo.
—¡Enamorarse es un asco! —dijo Kenji con desgano—. Lo era antes y ahora es peor.
—Es que tú tampoco lo dejas fácil, eres difícil como un sudoku —se burló Juan Felipe, ganándose un sape por parte de su amigo.
—Sean serios, coño, Lore no está pasando bien —interrumpió Patricia de mal humor.
—Lo siento, Lore —se disculparon ambos muchachos con sinceridad.
—No, tienen razón, enamorarse apesta —comentó Lorenza con claro resentimiento—. ¿En qué mundo vivimos? A uno le rompen el corazón y se tiene que enfermar de muerte.
—¿Cómo saben que se han enamorado? —preguntó la pequeña Sheila con curiosidad.
—Fácil, careces de la mitad de tus facultades mentales.
—Kenji, no traumes a la niña, hazme el favor —le reclamó Patricia, mostrándose tan hostil como siempre, pero cuando vio a Sheila se calmó—. Bueno, siempre quieres estar con esa persona y tu corazón se acelera. No sería tan desagradable de no ser por la situación actual. ¿Quieres un consejo? No te enamores de los hombres, ninguno sirve.
—Auch —Juan Felipe se llevó una mano al pecho, dolido por el comentario.
—¿Usted se ha enamorado, profe?
Toda la atención recayó en mí tras la pregunta de Sheila. Sonreí tranquilamente, me gustaba ver la cara de mis alumnos durante la aclaración.
—No, nunca me he enamorado.
—¡Mentiras! Usted debe tener como cincuenta años, es imposible que no se haya enamorado.
—Kenji, tengo treinta y ocho, no estoy ni vieja.
—Pero ya no está ni cerca de los veinte, argumentó —tenía que darle mérito, pero igual me sentí ofendida.
—Bueno, pero es cierto, nunca me he enamorado.
—¿Nadie le ha movido el piso? ¿Ni un poco? —habló por primera vez Anabel, a quien he visto un poco menos animada cada día. Me preocupaba su bienestar.
—Siempre tengo que explicar esto, pero sí, es verdad. Soy arromántica, lo que significa que puedo amar, pero no enamorarme, ya lo intenté. Tuve citas, conocí gente, desarrollé conexiones significativas que marcaron mi vida, pero nunca amé románticamente a ninguna de esas personas.
—¡No, profe, eso es hacer trampa! Significa que usted podría llegar a los cien años.
Quise reírme por el comentario de Kenji, pero un golpe durísimo de realidad vino de pronto. Me aterraba la posibilidad de que estos niños murieran jóvenes. Miré a Anabel, su cara, usualmente colorada, ahora era de un pálido enfermizo y bajo sus ojos resaltan ojeras cargadas.
La gente ama, es parte de nuestra naturaleza, pero las cosas han cambiado por completo. Ahora la gente ama y muere de forma horrible.
—Ojalá pudiera ser como usted —habló muy bajito, casi marchita. Temí lo peor.
—Ana, ¿qué ha pasado?
—Nada, yo… es algo tonto.
—No lo es si eso significa que estás en riesgo, estás en un ambiente seguro, Ana. Pero si quieres hablar en privado, está bien.
—Tengo miedo —expresó a punto de quebrarse en llanto—. Siempre estoy agotada, siento que el aire no me llega a los pulmones. Y me duele cuando toso. ¡He tosido un pétalo, profe! Y era rojo, lo sentí en mi boca. ¡No me quiero morir!
Lorenza se levantó de su lugar para abrazarla, al igual que Patricia. Kenji y Juan Felipe se quedaron en silencio, no sabiendo qué hacer ante la situación. Sheila me miró asustada, sus ojitos cafés decían mucho, la tristeza y el shock del momento. Me levanté del asiento para colocarme al lado de las muchachas, acaricié la espalda de Anabel para darle consuelo.
—Es un chico de la iglesia. Es muy lindo y amable, pero él no siente lo mismo que yo —el llanto regresó con más fuerza—. ¡Lo quiero tanto! No puedo soportarlo.
—Calma, Ana. ¿Cómo sabes que no siente lo mismo? Seguro que él también te quiere —intentó animar Kenji. Patricia y Lorenza lo acribillaron con la mirada. Él levantó las manos en rendición.
—Dijo que me ve como una hermanita.
—¿Cuántos años tiene? Dijo, para saber.
—Veintitrés. Y no me va a querer de otra forma.
—A menos que sea, ya sabes, pedo…
—¡Una palabra más y te entro a coñazo! —exclamó Patricia, la advertencia sonó muy latente.
—Chicos, ya basta —interrumpí con tono firme—. Por favor, no vayamos a empeorar la situación de la compañera, ¿ok? Vamos a estar con ella hasta que se sienta mejor.
—Gracias, profe —murmuró ella.
—Han sido tiempos difíciles, pero van a pasar, ¿está bien? Ana, debes decirle a tus padres sobre tu enfermedad antes de que todo empeore.
—Es que no quiero que me regañen, profe. Voy a la iglesia a conectarme con Dios, no a enamorarme.
—Si no puedes confiar en tus propios padres, es que son unos imbéciles
—Kenji.
—¡Pero es verdad!
—Ana, ellos tienen el deber de cuidarte. Tienes que decirles antes de que la enfermedad avance. Aquí hay gente que te quiere bien y no quiere perderte, ¿entendido?
Ella sintió, aunque la seguí viendo dudosa, ya no tenía tanto miedo. Entre todos la abrazamos, teníamos que darle ese soporte emocional.
El mundo está cambiando, los miedos se hacen cada vez más presentes. Jamás creí vivir en un mundo en donde la gente moría por tener el corazón roto, asfixiados por la flor del amor y la pasión. Cruel ironía.
Horas más tarde, mientras guardaba mis cosas para volver a casa, recibí un mensaje de mi madre, avisando que necesitaba hablar conmigo. Le marqué, la escuché afligida y supe de inmediato lo que iba a decirme. Mi hermano falleció en el hospital con un rosal sangriento dentro de sus pulmones, con espinas clavadas en su interior.
Me derrumbé en la silla de mi escritorio. Mi querido hermano menor, fallecido sin que pudiéramos hacer absolutamente nada. Maldije a la enfermedad y a la vida misma por haberme arrebatado a una persona tan importante.
Viviré con la certeza de que nada podrá echar raíces dentro de mí, pero con la incertidumbre de no saber quién será el siguiente. Me preocupan mis alumnos, muchachos y chicas jóvenes con prisas por experimentar la vida, pero con un enorme obstáculo en el camino.
Anabel… Dios quiera que ella no sea la siguiente.

Nací en Venezuela, actualmente resido en Perú. Soy parte del Gran Colisionador de Textos Especulativos desde hace tres años. He creado mis propias historias desde que tengo uso de razón y a los trece empecé a darles forma mediante la escritura, la cual es tan importante para mí como el aire que respiro.

