Desde que tengo memoria, he tenido un sueño recurrente que me ha acompañado durante dieciséis años. Un sueño que, por más que intenté descifrar, siempre terminaba dejándome con más preguntas que respuestas. Sin embargo, una noche fue diferente. Volví a soñar con él.
Todo comenzó en un aeropuerto, un lugar que nunca se me había antojado como parte del escenario de mis sueños, pero ahí estaba yo, en la sala de espera, rodeada de mi familia. Desde mi asiento, pude observar las luces brillantes de la ciudad reflejadas en las puertas de cristal, parecían luciérnagas. Era de noche, y sentí que había algo especial en ese momento, una sensación extraña que me hacía sentir más viva.
A un costado, vi una tienda de souvenirs que captó mi atención, y me dirigí hacia allí sin pensarlo. Entre los estantes repletos de recuerdos, encontré una bola de cristal. Era simple, pero al tomarla, me perdí en su interior, observando cómo las pequeñas figuras danzaban dentro del líquido brillante. No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando miré a mi alrededor, mi familia había desaparecido.
Alarmada, dejé la bola de cristal en su lugar y me dirigí hacia la salida. Abrí la puerta y, al cruzarla, todo cambió. Ya no habían más luciérnagas, no estaba en un aeropuerto, sino en una explanada vasta, con personas paseando y risas lejanas. El aire era fresco y una sensación de paz me envolvía. Fue entonces cuando lo vi: un joven, que sin previo aviso se acercó a mí y se presentó como Cruz. Nos invitó a seguirlo, y, aunque no entendía por qué, lo hice.
Cruz nos condujo hasta un camposanto, teñido de blanco, con flores coloridas embelleciendo las lápidas. Todo parecía salido de una celebración del Día de Muertos. Mientras recorríamos el camposanto, de pronto, me di cuenta de que ya no había más gente, solo él y yo. Fue entonces cuando me dijo que me llevaría a conocer un lugar especial. Me condujo hasta una calle empinada, angosta y antigua, en la que las casas se alineaban con historias que solo el viento podría contar. En una de esas casas, en particular, me sentí atraída por los colguijes de la puerta: atrapasueños y campanillas que tintineaban con el viento, enseguida supe que allí era mi destino. Al entrar, una anciana chamana me recibió con una sonrisa sabia, me invitó a sentarme a su lado, y después de un rato de conversación, me di cuenta de que, de alguna manera, estaba allí por una razón.
Cruz me presentó a un niño pequeño, quien dijo ser su hermano. Dentro de la casa, la atmósfera cálida me envolvió. La anciana, con ojos llenos de sabiduría, me habló del recorrido que había emprendido con Cruz, de las señales y los misterios que se habían entrelazado en mi camino. Mientras charlábamos, observaba los objetos que adornaban la casa, cada uno cargado de historias y significados.
Tras un rato de charla, me despedí de ellos, sintiendo una conexión profunda. Cruz me llevó nuevamente a la tienda de souvenirs, y al despedirme, supe que una parte de mí se quedaba allí, con él, con ellos, para siempre.
Recuerdo que, con toda la tristeza que en ese momento invadía mi ser, crucé la puerta para entrar a la tienda. Volví a la realidad, era de noche, yo estaba nuevamente con la bola de cristal en mis manos, como si solo hubiese pasado unos segundo y lo demás nunca hubiera ocurrido. La coloqué en su lugar y mi familia estaba esperando que dejara de verla para regresarnos a la sala de espera.
Al despertar y los días posteriores, sentía tristeza, nostalgia y deseos de volver a ver a Cruz. Sé que algo de tamaño universal pasó entre nosotros porque sin necesidad de tantas palabras, en medio del silencio, un hálito de energía se mezclaba entre su espacio y el mío. Era visible solo para él y para mí, eso nos unía y nos permitió saber todo uno del otro, como si nos conociéramos de hace mucho tiempo.
Con el paso de los años, cruz se mezclaba entre mis sueños, pero se desvanecía, apenas intentaba decir unas palabras. Una bendita noche volví a soñar con él, con las mismas personas, pero esta vez recorrí sola los mismos caminos, y fue distinto. Los colores de las flores no brillaban como antes.
Llegué a la misma casa, sabía que era allí por los recuerdos sensoriales que mi cuerpo guardaba. La puerta vieja, vestida de colguijes, crujió al abrirse. Al entrar, el sonido familiar me fue acompañado por la voz de la anciana, quien me dijo que hacía muchos años que no me veían y que me estaban esperando. El niño que me había recibido hace tantos años ya no era un niño, al preguntarme si lo reconocía, le sonreí y asentí levemente. Pude observar cómo las personas allí crecían, otras envejecían, pero seguían siendo las mismas. Fue extraño ver el paso del tiempo en un lugar tan etéreo.
Todo estaba igual, pero una ausencia se sentía en el aire. Cuando le pregunté a la anciana por Cruz, ella me dijo: «Él también ha crecido, y ahora está donde siempre, dando el recorrido a todos los que vienen.»
Unos minutos después, Cruz llegó. Verlo hizo que mi corazón se acelerara, como si el tiempo no hubiera pasado. Me dijo: «Te he estado esperando todo este tiempo.» Esas palabras llenaron un vacío que no sabía que tenía, se sintió como un susurro de paz. Nos abrazamos, y en ese abrazo, le dije que era hora de irme, Cruz, me miró con una vehemencia inquebrantable en sus ojos y me susurró:
—Quédate conmigo.
Todavía puedo sentir la intensidad de sus latidos golpeando mi pecho. La fuerza con la que me expresó esas palabras hizo que mi corazón se acelerara. Pero, al mismo tiempo, supe que no podía quedarme. Tenía una vida, una familia que me esperaba. En ese instante, me di cuenta de que mi vida estaba allá, en ese mundo paralelo, entre las personas que amaba. Y aunque sentía una profunda conexión con Cruz, otro afecto me llamaba a regresar.
—No puedo. Mi vida está allá. Hay personas que me esperan.
—Aquí también te esperamos —respondió él con dulzura, tomando mi mano.
Sus palabras me calaron hondo, y por un momento, el mundo entero parecía desvanecerse. Todo lo que veía en sus ojos era un universo que me invitaba a quedarme. Pero, en mi pecho, otro amor tiraba de mí, un amor que tenía nombres y risas, un amor que me llamaba mamá y muchas metas por cumplir.
—Volveré —susurré, con la voz rota por el nudo en mi garganta.
Cruz me miró con ternura.
—Lo sé. Lo haces siempre. —Y entonces, deslizó en mi mano una pequeña piedra morada, caliente, que la chamana había sacado del fuego, entregándome un símbolo de trascendencia.
En ese momento, supe que, de alguna forma, siempre llevaría a Cruz conmigo. Al despertar, tenía la piedra en mi puño, desafiando toda lógica, sujetada con tal fuerza que parecía anclada a mí, esa misma fuerza que me brindó determinación y decisión de regresar a la vida que me esperaba.
Al principio, no entendí bien lo que había sucedido. ¿Era todo solo un sueño? ¿En algún lugar del mundo estaba él y también sueña conmigo? ¿O una visión de otra realidad? Pero al mirar la piedra en mi mano, algo dentro de mí me decía que, de alguna forma, Cruz y yo compartiríamos algo más allá de lo que el tiempo y el espacio podían explicar.
Cada día recuerdo a Cruz con la esperanza de verlo en mis sueños o quizá encontrarnos en esta realidad y recorrer juntos nuevos caminos.

Soy psicóloga social, maestra en Ciencias y Técnicas para la Orientación Familiar, y terapeuta en Biodescodificación. Mi trabajo se centra en acompañar a las personas, especialmente a niños y adolescentes, a encontrarse y aceptarse a sí mismos. La escritura para mi, ha sido una herramienta poderosa para conectar con ese ser profundo que todos llevamos dentro y que hoy tuve la osadía de compartir.

