Luz Guerrero: Lecciones de vuelo para un pichón

Manu:

No te dije lo que pasó esa noche porque eras muy pequeño. Estabas ahí conmigo en el colchón, sentadito. Ignoro cómo pude entretenerte mientras tu padre llegaba, y mientras yo, para asirme a la cordura, anotaba en un cuaderno todas las sensaciones y pensamientos que daban vuelta al cuerpo sobre la cama.

Llevaba casi cinco años siendo la madre, la esposa, la ama de casa. No lo niego, Manu, hubo momentos hermosos y felices en la entrega, en esa inversión de vida, pero satisfacer las necesidades de los otros día tras día, desdibuja la propia imagen, y el deseo es cabrón y se rebela.

Dice tu bisa que, cuando yo nací, dejó mi ombligo cubierto con tierra al pie de un árbol, en el cerro, para que fuera valiente, pero que vio cómo un pájaro lo cogió con el pico en cuanto ella se dio vuelta para regresar a la casa con mi madre y conmigo. Dice que el ave voló y no supo si dejó caer el cordón. No le contó nada a mamá, pero interpretó el augurio: yo sería una niña valiente, sí, pero sin raíces, una niña del viento.

Quizá por eso pasó así, Manu. Esa noche ya no pude ocultarme que era viento viciado, como el aire de los autobuses en las mañanas, que huele a la mezcla de alientos de hombres y mujeres con el estómago vacío; que cala en los huesos y no permite descansar. Un viento que deja de ser fresco y juguetón, que de tanto encierro ya no canta.

Esa noche me revolvía dentro de la densidad de mi carne. Mi corazón parecía una roca agitándose, rasguñaba, dolía. Y una voz, ¿mi voz?, se alzaba en una especie de monólogo donde, sin frialdad, pero con fuerza, cada deseo brillaba negrísimo, como un cuerpo de agua iluminado por la luna.

Yo recuerdo, Manu, que tenía visiones de manos, muchas manos que en la oscuridad me acariciaban las piernas, el sexo, la frente y los cabellos, y me elevaban por el aire. Que sus dedos me delineaban los labios y se mojaban en mi lengua, y yo cantaba frenética en lo oscuro.

Quería flotar así, Manu; cantar mi canción y no pronunciar más “Voy a volver”, “Comprendo”, “Está bien, no pasa nada”, como hacía cada vez que atravesaba la puerta de la casa sola por unas horas, cada vez que me parecía menos complicado ceder que afirmarme, cada vez que mi entraña se convertía en un tornado que había que apaciguar con un chorrito de saliva que a duras penas me pasaba por la garganta.

Deseaba ir a un sitio donde la noche me desdibujara el nombre y nadie pudiera llamarme, ni siquiera tú. Ser el ombligo en el pico del ave, sentir el cosquilleo de sus trinos, habitarle el buche durante el vuelo, fundirme en el rojo transporte de su sangre.

En el último coletazo de esa excesiva lucidez que llamamos locura, cuando ya no pude recordar mi nombre y la boca se quedó entreabierta, me desprendí. Tu papá regresó del trabajo y Ella enseguida le pidió llevarte para tener un momento a solas. Cuando te quedaste dormido, él se acercó. Hablaron hasta tarde. Ella era como una salea apelmazada contra la almohada, pero se expresaba clara y tranquilamente. Habló de recuperarse, de su libertad, de sus deseos y necesidades, de irse. Él escuchaba y respondía sereno, conteniendo su desconcierto. Yo ya flotaba en el pasillo. Creía que Ella vendría conmigo para atravesar la puerta por última vez, me parecía que sí, ¡porque su voz era tan similar a la mía!

Cuando terminaron de conversar, él se encerró en el estudio como hacía con frecuencia desde hace un par de años atrás. Ella se incorporó lentamente y se miró en el espejo colgado sobre el lavabo. Me acerqué y me enrosqué entre el cabello salido de su coleta, cerca del cuello. Volteó. Pero justo cuando levantó la pierna para avanzar hacia mí, gemiste. La pierna corrigió su posición rumbo a la habitación donde dormías. Ella se recostó a tu lado con cuidado y puso su dedo debajo de tu nariz, como de costumbre, para comprobar que respirabas. Una vez que se aseguró de que era así, giró boca arriba y se palpó el pecho para buscarme.

Pareció resignarse a que yo no estuviera ahí y se quedó dormida contigo, Manu. Yo sentí rabia. La imaginé cayendo como ese cordón umbilical cuando el pájaro abrió el pico al reconocer que no era un alimento apto. Cayendo en medio de cualquier calle, como cuando lo cagó a metros del suelo luego de extraer lo más nutricio de él.

Salí por la ventana y dancé durante semanas al ritmo del canto maduro de los árboles, me embebí en el aliento de los hombres lujuriosos, me transformé con el cielo cada vez que la luz lo volvía tibio o frío, encendí la brasa que arde en el pecho de las mujeres, me dejé guiar por el sonido de mi voz. Pero recordé tu respiración, tu vientito tibio y limpio, que también es soplo mío. Recordé sentirla a través de la piel de Ella, mirar con sus ojos, escucharme en su risa.

Así que volé a la nueva casa donde ahora sólo vivían tú y Ella. Antes de que saliera el sol, me pegué como vaho al vidrio del dormitorio y en espiral penetré fresquísima en su pecho. Ella se asustó al escucharme y se levantó pensando que había sido un sueño.

Ese día jugaron al “concierto”, ¿recuerdas? Te puso luces desde atrás para hacer tu sombra gigante y reprodujo tu sinfonía favorita en la computadora. Tú te retorcías graciosísimo, Manu; acomodabas a tus peluches y decías que eran los músicos de la orquesta. Te mirabas la sombra de las manos haciendo cuernitos. Bailabas con tu sombra. Nosotras, sonreímos genuinamente, Ella dentro de la habitación, yo cerca de su oído izquierdo.

Hicimos un pacto: cada cierto tiempo Ella me hace sitio y yo la habito. Entonces nos volvemos negrísimas, afiladas y brillantes, nos envolvemos en poemas y soñamos; soltamos carcajadas que escandalizan a la gente, bailamos con amigas, flotamos adormecidas por el vino en la noche y dejamos que otros vientos nos refresquen el rostro en carretera.

Cuando me voy, Ella está más dispuesta para ser tuya. Juega al memorama, lee cuentos sin distraerse, te lleva a rentar carritos, te baña en la tina por largo rato y deja de cambiar de sitio los muebles en un intento de moverse. Mientras hace todo esto, nuestras voces unidas recitan dentro la promesa: un día me iré y quizá no vuelva (…) ese es el camino/de lo no eterno/por ahora/retornaré/como el ave/donde aguardan/los pichones/esperando saciar/el hambre,/yo alimento/tu corazón/para que a la vuelta/de los días/si no me ves llegar/es porque calle/arriba me llevó/mi sombra*.

*Poema de Jesús Bartolo Bello.

Luz Guerrero es una juguetona de las letras. Participó en la antología autobiográfica Líneas de vida. Una puerta al ayer (2017) de la Editorial Elementum, y en las antologías digitales de ensayo y poesía, respectivamente, El centauro de los géneros y El juego simbólico de la escritura (2024) editadas por El Instituto Municipal para la Cultura de Pachuca. Es miembro fundador del laboratorio de imaginación, letras y movimiento La cueva de la coneja en Pachuca, Hgo.

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