Elisa Moravis: Coolax

El aire del club aún le arde en los pulmones. Una neblina espesa cargada de Otnie-Beta, la más reciente comercialización de feromonas artificiales que los exclusivos asistentes del local aspiraban con deleite. El instante de inhalación es breve, el aire entra con un silbido sutil, llenando los pulmones de inmediato. El aroma químico, dulce y acre, lo invade todo, mientras un calor etéreo se despliega por la garganta, subiendo hacia la mente con rapidez. El efecto es como un latido lento que reverbera en el cuerpo.

Robina se sintió satisfecha, salió tambaleándose hacia la calle antes de que la orgía comenzara, sus sentidos aún embotados: la tela de su traje pegada a la sudorosa piel, los reflejos parpadeantes, el olor al aliento caliente de alguien que susurraba cosas ininteligibles. Todo era un pasón químico. Demasiado humano, demasiado falso.

La noche fuera estaba fresca. Se estremeció y miró sus manos: temblaban, ligeramente manchadas de azul brillante. El reclutamiento de voluntarios para «probar en el campo» las sustancias suele ser tenso, pero Robina fue voluntaria. Por amor a mi raza, dijo a sus colegas, pero la verdad era más básica: estaba harta de resistirse.

Giró en la esquina, donde un grupo de figuras encapuchadas aguardaba en silencio. Las túnicas oscuras ocultaban sus rostros. No hablaban; sus movimientos sincronizados lo decían todo. La habían estado esperando. A quien llegara, le estaban esperando.

El camino hacia las afueras de la ciudad fue casi ritual. Diecisiete pisadas sobre grava, el crujir de las plantas bajo sus pies, el cielo enrojecido por las luces de un satélite que ahora orbitaba Marte. A lo lejos, la visión de un altar estrafalario.

A primera vista, la estructura parecía caótica: tubos carnosos, cables serpenteantes que destellaban con reflejos húmedos bajo luz artificial. Pero al acercarse, Robina sintió que había un orden inevitable en su construcción, que seguía un diseño inasible, mas no arbitrario, que le susurraba en un lenguaje que sus entrañas entendían.

La base era una estructura de cristal con un brillo ámbar intermitente, como una respiración que se deslizaba por las grietas de la superficie. Robina sintió que recorrían su columna vertebral como un dedo invisible, encogiéndole los músculos con una sensación que no pudo diferenciar entre placer y dolor.

Alrededor del altar, las figuras encapuchadas comenzaban a despojarse de sus túnicas, revelando cuerpos humanos femeninos idénticos, cubiertos de guarismos vivos, al ritmo de la pulsión del altar.

Robina no pudo apartar la vista, como si arrancaran sus pensamientos uno por uno para reemplazarlos con un zumbido. Había en el aire algo puro, que hacía que sus manos dejaran de temblar.

«¿Quieres?”, susurró una voz sin forma ni dueño, directamente en su mente. Y quería.

Sobre del altar, un Coolax esperaba. La criatura era más imponente de lo que jamás le habían parecido los ejemplares de los laboratorios. Sus ojos —tres, dispuestos en un patrón triangular— parpadeaban con lentitud, perezosamente. El aroma de las feromonas naturales del Coolax era irresistible: la fragancia original, orgánica, que le recordó muy ligeramente a la Otnie-Beta que había aspirado en el club, en una versión metálica, intoxicante, algo entre sudor, óxido y deseo puro.

El cuerpo de Robina respondió antes de que pudiera pensarlo. Se acercó. Las otras formaron un círculo alrededor, entonando sonidos guturales y silbidos, imitando el lenguaje Coolaxánido con las limitaciones propias de su única, exigua, humana lengua.

En el centro, la criatura extendió una mano. Había algo solemne en su postura, pero también amable, como si planteara una pregunta.

Sin darse cuenta, Robina estaba sobre el altar. No recordaba haber subido, pero allí estaba, a escasos centímetros del extraterrestre. En algún rincón de su mente, la lógica gritaba que este era el punto de no retorno: que el contacto podría matarla.

Alzó la mirada y los vio. Ocho cadáveres humanos yacían en un semicírculo alrededor del altar. Las marcas del contacto Coolax eran inconfundibles, cicatrices marrones que irradiaban desde el pecho como raíces quemadas. Habían sucumbido, como lo hacían siempre, la mitad de quienes se exponían al contacto extraterrestre.

Las otras ocho, en contraste, se retorcían en un estado de paroxismo, sus cuerpos arqueándose y vibrando como si estuvieran conectados a una fuente de energía incomprensible.

Robina dio un paso atrás. Su respiración se aceleró, y el sudor volvió a correrle por la espalda. Las estadísticas se cumplían con una precisión aterradora: el 50% moría, el otro 50% gozaba de un erotismo alienígena que ni tras 15 años de experimentar con la intrigante anatomía Coolax, la humanidad había logrado descifrar.

El círculo de mujeres desnudas de serpenteante piel permanecía inmóvil, observando con una quietud inquietante que solo podía pertenecer a aquellos que habían cruzado un umbral del cual no había retorno. Aquellos que, tras el contacto erótico extraterrestre, sobrevivieron, en su mayoría no volvían en sí del todo. El placer absoluto que habían sentido no podía compararse con nada humano, y esa única conexión los ataba para siempre al Coolax, al deseo perpetuo e insaciable de repetir el contacto. Pero no era solo deseo: era servicio. Algo en su esencia había sido transformado, y ahora eran emisarios de una causa que no entendían del todo, pero que obedecían sin resistencia

Robina fijó la vista en los cadáveres y se congeló. La euforia química que aún recorría su sistema chocó contra la helada certeza que se clavaba en su pecho. Los cuerpos yacían en posiciones retorcidas, sus rostros irreconocibles, pero sus manos, su cabello, su complexión… eran suyos. Cada uno de ellos.

«No es posible…», murmuró, tambaleándose. Su mente luchaba por encontrar explicaciones. Las congregadas seguían con su canto, indiferentes al horror que se desbordaba en su interior. Se miró las manos aún manchadas con los rastros del compuesto que habían sintetizado en el laboratorio. Esa sustancia, la última fórmula que pretendía contrarrestar los efectos devastadores del deseo Coolaxánido, que, de funcionar, le permitiría a la humanidad acercarse al límite de los alienígenas y volver para contarlo.

El Coolax extendió su mano, sus dedos largos y segmentados irradiaban tibieza. Robina cerró los ojos, tratando de recordar algún pensamiento lógico, alguna advertencia, pero solo encontró el vacío. El vacío… y el deseo.

Entonces lo entendió: no era su primera vez. No era su primera muerte. En algún punto, en algún laboratorio que ahora parecía un eco lejano, había cedido su cuerpo, su mente, quizás su alma, para algo más grande. El altar estrafalario no era un lugar de comunión. Era una máquina. Y ella era el material reciclable.

Cuando abrió los ojos, ya había dado un paso adelante. El círculo comenzó a entonar un nuevo cántico, más profundo, más resonante, que parecía arrancar vibraciones del núcleo mismo del altar. El Coolax inclinó la cabeza, casi con ternura, y su mano finalmente tocó la de Robina.

El contacto fue un estallido. El aire se comprimió a su alrededor, y su cuerpo se tensó. La criatura movió sus dedos hacia su rostro, apenas rozando su piel. Fue un choque de sensaciones: calor, frío, placer, dolor. El mundo se disolvió en un caleidoscopio de su propia existencia, quebrándose y recomponiéndose en ciclos interminables. Pensó que era el fin, que sería el noveno cadáver, pero entonces el dolor se transformó.

Resonaron en ella cosas que no había vivido: bosques que nunca pisó, cuerpos que nunca tocó, luces de estrellas que nunca vio. Una vida entera destilada en un solo instante químico. Pero había conciencia en ella. No todo estaba perdido. Robina comenzó a recordar. Cada una de sus muertes. Cada una de sus resurrecciones. Cada vez que se había ofrecido voluntariamente al altar, pensando que era la primera.

Comprendió que las encapuchadas son también versiones de sí misma, los clones descartados, condenados a repetir el ritual una y otra vez. Cada una de esas figuras había sido ella, en diferentes puntos, en diferentes sacrificios. Pero, ¿qué habían logrado? ¿Qué había cambiado? Han aceptado el sacrificio perpetuo.

Esta Robina conservó la fe. Ella era una mezcla de los dos mundos, una creadora de la sustancia que ahora manchaba sus manos y una voluntaria más, entregada a la experiencia. No había garantías, solo una posibilidad.

La voz sin forma susurró de nuevo:

«Es tu turno”

El Coolax alzó una mano, su postura serena, mientras su mirada triangular parecía penetrarla. Pero ahora Robina entendía que la pregunta no era solo un acto simbólico: ella tenía opción.

Podría dar un paso adelante, subir al altar, ceder al zumbido hipnótico que prometía disolver sus miedos. O podría huir. Pero ¿de qué servía escapar si todo volviera a comenzar? Si era su vida, siempre su vida, la que ocupaba ese lugar.

Robina sintió que el aire se le hacía denso, el calor punzando en sus sienes. Tal vez no era real. Quizás la elección misma era parte de un sistema cerrado. Y aun así, mientras su cuerpo temblaba, la asaltó un pensamiento: tal vez este sacrificio nunca se trató de salvar a nadie.

Sus manos dejaron de temblar. Cerró los ojos y dio un paso.

Soy Elisa Morales Viscaya, «Elisa Moravis». Soy maestra en Administración de Empresas y licenciada en Derecho. Soy cofundadora y parte de la Consejería Editorial de Mujeresaladas, siempre explorando nuevos caminos con pasión.

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