Oswalda se levanta a las 2:00 de la tarde, se mira al espejo y se quita las chinguiñas. Mientras inspecciona su cuerpo, escucha el silbido de la cafetera y el motor de la licuadora. Se pone una camiseta holgada y sale de la habitación. Intenta entrar al baño, pero no puede; escucha un tarareo leve que le indica que Andrea esta adentro. Se baja a la cocina para tomar agua con la idea de hacer tiempo. Ahí ve a Lucía cocinando.
—Buenas noches, te ves muy cansada.
—Buenas. Me dormí muy tarde, pero ya casi queda el proyecto —dijo con una gran sonrisa.
—¡Felicidades! Ya quiero verlo.
—Todo a su tiempo.
Mientras ellas platican en la cocina, se oye que la puerta del baño se cierra. Oswalda corre hacia él. Después de un rato las tres comen juntas.
—¿Qué harás hoy, Os?
—Tengo una reunión con Amalia y Vero. Vamos a hablar con la licenciada Perla para organizar la exposición de los tejidos. Hoy decidiremos si trabajaremos con ese museo o no porque nos interesa que se reconozca nuestro trabajo, porque si solo nos ofrecen exposición, preferimos buscar otro lugar.
—Me parece bien. Es importante hablar de dinero y que sepan que deben valorar el trabajo.
—Pienso lo mismo.
—¿Y ustedes qué harán?
—Yo tengo clase a las doce en Ciencias y después me quedaré a avanzar en mi tesis.
—¿Y tú, Lucía?
—Tengo curso de fotografía, y a las cuatro inicia mi turno en el café. Hoy regreso tarde. Sacan la basura, no se les olvide.
—Sí, te toca a ti, Os —dice Andrea sonriendo.
Oswalda solo asiente resignada. Después de probarse varias prendas, decide mandar un mensaje a Amalia y Vero.
—No voy a la reunión, háganla sin mí, por favor.
Ella se encierra en su cuarto, se siente muy creativa. Visualiza cómo podría ser la publicidad del evento de tejidos. Luego, enlista a las personas que se invitará. Toda la información la escribe en carpetas que comparte con sus compañeras de trabajo en la nube.
Amalia y Vero miran cómo Oswalda avanza con las tareas pendientes. Ellas hablan con Perla, tocan el tema del presupuesto, su salario y el lugar.
Después de un rato, Oswalda cae exhausta. Ha revisado que toda la organización quede en orden. Sabe que sus amigas complementarán y corregirán lo que falte. Agotada por el trabajo y por plasmar su pasión en el evento, se acuesta sobre su cama, las cobijas revueltas muestran que nunca son tendidas. La tarde llega, el sol disminuye gradualmente sus rayos, pronto se nubla y comienza a llover. Oswalda se acurruca, se relaja y cae en un sueño profundo.
Mientras duerme, mira ese cuarto pintado de color azul cielo y azul marino con manchas anaranjadas. Observa la cocina, su cuerpo salta, se asusta un poco, pero finalmente, se queda dormida. Este es un sueño recurrente, en él encuentra a esa mujer una vez más. Ella está en la mesa del comedor rodeada de abarrotes sin acomodar. Un pequeño foco ilumina el lugar, la ventana está sellada con papel Kraft y cinta canela. La mujer tiene el cabello a medio trenzar, su ropa es la misma de siempre. Ellas también siguen allí. Las muñecas siguen a su alrededor, pequeñas, blancas, con un ojo azul y un hueco negro. La siguen acosando, siguen exigiendo su otro ojo. En esta ocasión, a Oswalda le sorprende ver pedazos de cerámica en el piso; supone que la mujer se ha desecho de algunas de ellas. Mira que otras ya tienen sus dos ojos. Hoy no intenta contarlas; se conforma con saber que son más de ochocientas invasoras.
Un intento de pan está tirado en el suelo junto a un caminito de hormigas. Oswalda quiere ayudarla. Intenta tocarla y sacarla de esa enorme casa hecha con piedra volcánica. Pero no puede hacer nada por ella. Tras sentir un poco de frío, poco a poco se despierta. Afuera sigue lloviendo. No puede dejar de pensar en la mujer. Baja a la sala a ver a quién encuentra. Se sienta con Andrea:
—Al menos esta vez no estaba el hombre –dice enojada.
—Sí, hoy estaba dormida sobre la mesa, parece muerta en vida. Ha de estar muy deprimida. Desde que la sueño, me he preguntado quién es, qué le gusta, qué hacía antes, qué la hace rebosar de emoción y pasión. Siempre que la sueño, está rodeada de esas estúpidas muñecas. Las odio, quisiera romperlas con mis manos.
Al día siguiente, Oswalda despierta al mediodía, se quedó dormida hasta tarde mientras hacia el logo para el evento de los textiles. Hizo una lluvia de ideas, dibujó, eligió la paleta de colores, empezó a bocetar en su tableta y terminó. Aún no sabe si será aprobado, pero sentía una gran necesidad de crear una imagen que representara el proyecto.
Oswalda se queda dormida en su silla. De pronto, siente que alguien roza su brazo, abre los ojos, cree haberlo hecho. Frente a ella está la mujer de sus sueños. Parece cerciorarse de que está dormida. Oswalda sigue mirando, ve cómo la mujer revisa sus carpetas, sus bocetos, hace anotaciones, hace pruebas en Photoshop, reacomoda su mood board y sonríe. Ella no puede creer que la mujer la ha estado ayudando, no entiende por qué la ayuda y ella no puede hacer lo mismo. Intenta despertar pero no puede, su cuerpo no le responde. Quiere hablar con ella, quiere agradecerle por todos los proyectos concluidos, pero no puede. El cuerpo de la mujer poco a poco desaparece. Oswalda despierta, siente que ha descansado como hace mucho tiempo no lo hacía. Revisa su trabajo, ve que ha sido modificado. Encuentra una nota: “ya casi acabamos, te quiere y admira, Oswalda”. Ella se ríe, no entiende por qué esa mujer tiene el mismo nombre que ella, pero se siente feliz porque la mujer de sus sueños está dichosa trabajando con ella. Ahora sabe que ella, la otra Oswalda, y sus amigas son un equipo que ha logrado mucho juntas.
Oswalda se duerme temprano, quiere saber qué sucede con ella. En sus sueños, observa pedazos de cerámica de diferentes colores esparcidos por toda la casa. Arriba, escucha varios golpes; el hombre está aquí. Ella va a la habitación, solo mira, intenta tocar algo pero no puede. Ve cómo los rayos del sol iluminan toda la habitación; ya no está el papel cerrando todo. Observa a Oswalda, con lágrimas en la cara, metiendo las muñecas en bolsas negras. El hombre le dice:
—Tampoco pudiste terminar esto, no entiendo por qué no lo lograste. No logras cumplirle a nadie, ni a ti misma.
Oswalda no hace caso, revisa cada parte de la habitación. Él le grita su falta de compromiso. Ella termina de examinar esta habitación, continúa con el baño, el estudio, la cocina y la sala. Bolsas y bolsas se amontonan en la puerta de la casa. El sonido de una campana en la calle interrumpe los gritos del hombre y el llanto quedo de Oswalda. Un hombre grita: “¡La basura!”. Ella se apresura, intenta cargar las bolsas pero no puede. Las arrastra con esfuerzo, le cuesta, aplica más fuerza, siente cómo aumenta la temperatura de su cuerpo. El sudor empapa su cara y cuello. Le duele la espalda, siente cómo sus manos se resbalan pero jala y jala. Abre la puerta del zaguán y una mujer y un hombre cargan una a una las bolsas y las arrojan al camión de la basura.
El hombre no se asoma. Ella mira cómo el camión se lleva a las inquilinas invasoras. Entra a su casa, el hombre desquiciante se ha ido. Ella rompe el papel de todas las ventanas, la luz entra e ilumina cada taza, sillón, puerta, mesa, piso, cazuela, cuchillo… Oswalda se limpia los mocos, se sienta en la mesa del comedor, solloza, no puede creer que las haya echado, que lo haya echado. Mira a la otra Oswalda reflejada en la pantalla de la televisión. Le dice:
—Ya terminaste, y yo también.

Ángeles Sanlópez (Chimalhuacán, Estado de México). Historiadora, docente, tallerista y narradora. Actualmente es co-coordinadora de Histórikas y de Especulativas, en estas colectivas organiza círculos de lectura, cursos y talleres.
Disfruta mucho construir proyectos con otras mujeres.

