Diana Colín García: La mujer que llamó a la lluvia

Matilda se encontraba pastando el ganado cuando llegaron a la barranca el dueño del circo y algunos de sus trabajadores. Llevaban antorchas, chiles y trampas para animal. Prendieron fuego a una madriguera que se encontraba entre los matorrales, muy cerca del altar de roca en el que los viejos Tiemperos realizaban sus rituales a la lluvia. 

Ese lugar estaba abandonado desde hacía muchos años, pues en el poblado de San Antonio Xopantla, los Señores de las Nubes no habían elegido sucesora o sucesor que continuara con los antiguos cultos. 

—Los Señores te señalan lanzándote el rayo. Cuando quedas dormido por el golpe, te dan conocimiento de cómo rezarles a las serpientes del agua. Si no hay Tiemperos se les ofrece sangre de animal para que coman, pero eso ya nadie lo hace en este pueblo —. Le explicó su abuelo a Matilda en una ocasión.

Del agujero comenzó a salir mucho humo, la joven se alejó para evitar que el chile quemado la ahogara. Entonces la vio salir: era una enorme sierpe cuya cabeza era tan grande como la de un perro mediano, de color lapislázuli brillante.

Los hombres se abalanzaron sobre ella. El animal, aturdido por el humo de los chiles, no pudo defenderse. Lo metieron en una jaula y se lo llevaron. 

La chica corrió con sus abuelos a contarles lo que había pasado, estaba tan impresionada que se olvidó de las ovejas. 

—Esos maloras no saben lo que hicieron. Se vienen tiempos muy duros. Voy a hablar con ellos—. Comentó el abuelo cuando terminó de escucharla.

La abuela de Matilde se ofreció a ir con él. La joven regresó al campo a arrear a las ovejas. Regresó muy tarde a su casa y se dio cuenta que sus abuelos no habían vuelto. Después de varias horas en vela, llegó su abuela. Con una mirada interrogó a la anciana y ésta se soltó a llorar.

—Ay, mija. Tu abuelo quiso que liberaran al animal, pero todos se rieron de él, hasta la gente de aquí dijo que esas eran creencias de viejos. Después trató de negociar con esos malos hombres. A mí me ordenó que me regresara, para que no estuvieras sola.

Matilde abrazó a la anciana y esperaron el resto de la noche al abuelo.

El viejo regresó al amanecer, triste y furioso. El dueño del circo había rechazado cualquier oferta, sabiendo que la exposición de aquella serpiente le daría mejores dividendos que cualquier oferta que le hiciera un anciano pobre.

Cuando exhibieron a la sierpe, el abuelo de Matilde iba todos los días a verla. Pensaba todo el tiempo cómo arrebatársela a aquellos sujetos. Cuando éstos se marcharon del pueblo, el viejo juró que aunque le costara la vida, traería de regreso a aquel animal.

Las dos mujeres vieron, con el corazón destrozado, cómo la carreta que llevaba a su abuelo se perdía en el horizonte. 

Pasaron los meses, el abuelo no regresaba y tampoco la lluvia a San Antonio Xopantla. El río que proveía agua a las milpas se secaba con espantosa rapidez.

Los cultivos comenzaron a y los animales de las granjas comenzaron a morir. San Antonio se llenó de moscas a causa del mal olor que despedían los cadáveres.

El párroco organizó jornadas de oración para pedir por la lluvia pero no dieron resultado. Pasados seis meses los habitantes recordaron con amargura las palabras del abuelo de Matilde y tuvieron que aceptar que el viejo tenía razón.

Matilde y su abuela se habían mantenido ese tiempo de la venta de cada una de sus ovejas. A diario caminaban varios kilómetros a otros pueblos para poder ganar algo de dinero, hasta que se acabó el rebaño.

La falta de agua y las jornada extenuantes hicieron que su abuela cayera enferma. Matilde comenzó a ir al campo a buscar raíces y frutos silvestres. Una tarde, en la que regresaba del campo con las manos vacías, el sol y el cansancio hicieron que la joven cayera exhausta a un lado de camino.

Matilde despertó minutos después a causa del sabor ferroso de su propia saliva. La tierra ardía y le quemaba el cuerpo. La joven trató de incorporarse, pero no pudo. A lo lejos, en el camino, vio a un hombre que se acercaba lentamente hacia ella. La joven trató de pedirle ayuda, pero la resequedad de su garganta le impedía hablar.

Cuando el hombre llegó, la muchacha reconoció el rostro de su abuelo. Conmovida esbozó una leve sonrisa a manera de bienvenida.

— Mija, ya mero se arreglará todo esto. Te lo prometo —. Le dijo el viejo mientras se inclinaba hacia ella.

Matilda sintió las manos callosas del abuelo acariciar su cabeza con ternura antes de volver a desmayarse.

La joven despertó por el frío de la noche, se encontraba en medio del camino. Se levantó aturdida y buscó a su abuelo. Al no encontrarlo se acomodó el rebozo para emprender el regreso a casa. Mientras caminaba, las lágrimas resbalaban por sus mejillas: estaba segura de que su abuelo había muerto.

Cuando llegó a su casa encontró a su abuela dormida en el petate. No dijo nada, y se echó a su lado.

Al día siguiente se levantó casi al medio día. Se digirió al pozo familiar a sacar un poco de agua. Mientras lo hacía, escuchó un altavoz que anunciaba el regreso de aquel circo.

—Mija, ¿escuchaste? —preguntó su abuela, quien se encontraba de pie.

Matilde, por la impresión de encontrarla levantada, estuvo a punto de tirar el balde de agua, y se limitó a asentir torpemente.

Esa noche, la joven y la anciana compraron, con el dinero que les quedaba, boletos para visitar a los animales de exhibición. Las ventas eran escasas por lo que ambas mujeres pudieron entrar a solas a verlos. En medio de jaulas malolientes que resguardaban animales famélicos buscaron a la sierpe. Matilde recordaba el tamaño del animal y buscó primero en las más grandes sin encontrarla. 

Siguió con las de menor tamaño, hasta que vieron una pequeña caja con un letrero que decía: “Serpiente de agua”. En su interior se encontraba una minúscula víbora de colores opacos, nada que ver con el majestuoso animal que Matilda recordaba.

—Agárrala —. Le dijo su abuela. —Así se ponen cuando no las alimentan ni les rezan.

Matilda la observó, y creyó detectar pequeños tonos de color lapislázuli en su piel. Trató de abrir la jaula pero no tenía la llave, tomó la caja en que se encontraba exhibida y la cubrió con su rebozo. 

—¿Qué llevan allí? —las detuvo una voz gruesa cuando se encontraban a pocos metros de la salida.

— Vete —. Ordenó la abuela mientras se llevaba una mano a sus ropas.

Matilda vio que la anciana sacaba un machete y se volvía para enfrentar, con las fuerzas que le quedaban, a ese hombre quien comenzó a alertar a sus compañeros. La joven apretó los labios para darse valor y salió rápido, sin detenerse. Tampoco miró atrás a pesar de oír gritos, insultos y un golpe seco.

Corrió hasta llegar al sitio donde se encontraba la antigua madriguera de la sierpe. Sabía que la habían seguido y que la encontrarían en cualquier momento. Además se sentía débil por la falta de hidratación.

Descubrió la caja, con tristeza miró que el animal se asemejaba cada vez más a un pellejo hinchado y reseco. Matilde, desesperada, comenzó a entonar todos los rezos que se sabía de memoria esperando que la serpiente se reanimara.

Las voces de los hombres del circo comenzaron a escucharse cerca. Ella vio, con terror, que iban apareciendo, uno a uno en el camino. Sus ropas estaban manchadas de sangre. Llevaban palos y machetes para darle un escarmiento.

Matilde volteó a ver a la pequeña sierpe moribunda y, desesperada, se mordió fuertemente el brazo hasta llegar a una vena. La sangre fluyó con abundancia y colocó su extremidad arriba de la jaula para bañar al pequeño animal.

Mientras tanto, sus perseguidores la habían descubierto y comenzaron a rodearla.  La joven se desangraba. Un sujeto se acercó y le arrebató la caja. El resto de los hombres emprendieron el camino de regreso.

Habían avanzado unos pasos cuando escucharon el retumbar de un trueno. La caja que contenía a la serpiente se sacudió bruscamente y se le cayó de las manos al hombre que la llevaba. 

De su interior emergió una serpiente que comenzó a deslizarse rápidamente en el campo, levantando polvo a su paso, ganando mayor tamaño a medida que avanzaba, hasta que su cabeza llegó a ser tan grande como la de un toro.

Antes de que su vista se nublara por completo, Matilde vio cómo aquella serpiente se elevaba al cielo y se transformaba en una en una gruesa nube que regresó la lluvia a San Antonio.

Ilustración hecha por Alejandra Mayte Ibáñez González, maestra en Artes Visuales por la FAD de la UNAM. Profesora de Prepa 5 y expositora en el STCM y CENART.

Diana Colín García. Es maestra de profesión. Como escritora sus principales intereses son los temas sociales, históricos y folklóricos. Se ha desempeñado de manera independiente en la Editorial Unidos por la Lectura con el libro “Cuauhtli y el Niño Poeta”, Endora Ediciones (Antologías del Sótano 3, 4 y 5), MC Editores con quienes ha publicado los libros “Tránsito y el Nahual”, “El camino de Tai” y “Nei y el Niño Maíz”.

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