Azucena Robledo: Adela

Adela, aún abrazada al sueño, despierta con el aroma a café recién hecho que se cuela por debajo de la puerta. No ha amanecido del todo, los contornos de los muebles de su habitación en penumbra esperan los pasos que vendrán a vestirla y trenzarle el cabello; mujeres fantasmagóricas envueltas en su chal la toman en sus brazos y calladamente, la llevan con el hombre, aquel ser terrible cuya voz basta para que el caos reine. Una confundida Adela ve a hombres y mujeres caer fulminados entre humo y cañonazos. Adela llora, más basta una orden de su padre para ver un auténtico milagro: los caídos reviven sonrientes para ir a tomar café, como si el alma no les doliera por haberla dejado en el celuloide. Adela vaga entre tablas, vestuarios y cables adormecidos, entre paredes de una casa monstruosa que nunca descansa en su crecimiento demencial, del cual surgen pasillos, arcos, escaleras. Sorteando tablas, vigas y tabiques, Adela busca refugio en la selva del jardín. La alharaca de los pájaros le habla de otros lugares y los insectos traen entre sus patas polvo de otras épocas y ella, escuchándolos atenta, estira sus manos al viento.

 Adela llega al mediodía, tiende al sol su pálido cuerpo adolescente que elude esquivo el tono cálido de la tierra, lo contempla transformarse, como las nubes que cambian de forma en su navegar por el cielo. Cierra los ojos y disfruta las voces femeninas a su alrededor; ríen a carcajadas cuando saben lejos la constante presencia abrumadora del hombre que controla cada latido dentro de la casa. Un portazo anuncia su regreso y el silencio la ahoga de nuevo.

 Adela deja atrás la insania de gritos y alcohol con una máquina de escribir a cuestas, teclea sueños ajenos y fantasías. Es tímida crisálida sin afianzarse. Vuela; es mariposa arropada por la tibieza de las dóciles horas de la tarde, vibra plena en libertad, más sus alas se van doblando al acercarse el ocaso; un viento helado la arrastra de regreso al laberinto fortificado de su niñez, reino caído de un hombre delirante. Y Adela deambula entre recuerdos que susurran tras espejos y asoman en los baúles, pesadillas acalladas con tequila se transforman en textos insomnes mientras la noche invade el patio. La obscuridad repta entre las plantas, maraña de ramas entrelazadas que buscan alcanzar la ventana de su habitación, raíces que avanzan tan lento como los caracoles, trepando los negros escalones de piedra hacia la casa, arrullándola. Adela, tendida en su cama, abraza las tinieblas cerrando los ojos.

 

Soy Azucena Robledo, titiritera, pata de perro cuando es posible y escritora. Amo leer y crear historias tanto como a los gatos, la lluvia y el café.

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