Génesis García Muñoz: Inteligencia emocional

El último recuerdo de Clara eran las luces brillantes del camión. El vehículo, enorme, enloquecido, se lanzó como un toro de lidia sobre el pequeño Volvo y convirtió su cuerpo en una papilla. La declararon muerta en el sitio, mas, un paramédico tozudo y decidido a no perder otro paciente, desfibriló su corazón una última vez. Funcionó. Su corazón latía de nuevo. Pero, solo eso. Los médicos se concentraron en restaurar su cuerpo destrozado y en cuanto hubieron reparado todos los huesos rotos, los músculos desgarrados y las espantosas heridas, se concentraron en sacarla del coma. Nada funcionó. Pasaron los días y los meses y todos los especialistas se negaron a entregar un diagnóstico favorable y sugirieron desconectarla para aliviar su sufrimiento. Inocentes. No conocían la voluntad de acero de su madre y en cuanto propusieron la idea, se encontraron con una muralla muy enfadada. Adelaide Davis no iba a dejar que su única hija muriera, no, señor. La mujer estaba dispuesta a torcerle la mano a la muerte y peleó con uñas y dientes para que no desconectaran a su hija.

—Señora, hemos confirmado la muerte cerebral de su hija, no hay vuelta atrás…

—¿Usted paga su tratamiento? ¿Sus enfermeras? ¿Su estadía en este miserable hospital lleno de inútiles? ¿Usted paga la investigación con células madres del hospital universitario, los acupunturistas, las maestras de reiki, los monjes tibetanos y las brujas rumanas? No. Lo pago yo. Ahora, haga su trabajo y manténgala con vida, que, para eso le estoy pagando. Del resto me encargo yo —sentenció, ante el azoro del veterano doctor.

Clara permaneció en coma durante diez años. Su madre utilizó todos sus recursos para mover cada piedra sobre el planeta en busca de una cura para su hija. Cerraron miles de puertas en su rostro, se negaron a escucharla y la tildaron de loca, pero, Adelaide no se rindió. Un médico alemán decidió tomar su caso y tras años y años de investigaciones y pruebas (unas más ortodoxas que otras) logró trasplantar con éxito un cerebro artificial a un mono comatoso. Costó casi la mitad de la fortuna de Adelaide, pero, tras muchas pataletas, consiguió la aprobación para intentar el procedimiento con su hija. Después de todo, la chica era prácticamente un cadáver y si no resultaba, la naturaleza seguiría con su curso. Pero, si funcionaba, sería un hito para la historia de la medicina y entregaría esperanza a miles y miles de familias que perdían a sus familiares en circunstancias similares. Las implicaciones éticas eran un tema aparte, pero, eso se resolvería una vez se vieran los resultados. Era un problema para el mañana.

La operación tomó treinta y seis horas. Debían “calibrar” cada parte de su cerebro para que Clara se convirtiera de nuevo en un ser humano funcional. El cerebro fue diseñado y desarrollado en un laboratorio y en su base de datos se incluyeron los comandos para todas las funciones básicas y automáticas de una persona: deglutir, dormir, respirar, pestañear, controlar músculos, huesos y esfínteres. Lo demás, fue más complejo. Tenían que enseñarle a pensar, a razonar, a analizar, a tomar decisiones, a seguir reglas, a memorizar. Y, más allá de eso, estaba la duda de si Clara sería capaz de alcanzar los estados mentales más elevados: ¿podría recordar su vida, sus sueños, a quiénes amó? ¿podría, de hecho, amar? ¿crear? ¿soñar? ¿sentir? ¿podría experimentar alegría, miedo, tristeza o rabia? ¿podría controlar sus sentimientos y emociones?

En conclusión, no sabían si sería un ser humano de nuevo. Adelaide estaba dispuesta a correr el riesgo. “Ya le enseñé una vez a comportarse y a usar el baño. Puedo hacerlo de nuevo”, afirmó desafiante cuando le plantearon la cuestión. Luego de la operación, le tomó dos semanas a Clara volver a la consciencia. Lo primero que vio al abrir sus ojos fue la brillante luz de la sala sobre sus ojos. Pestañeó un par de veces, mecánicamente y luego escuchó el grito de una mujer. Por instinto, giró el rostro en dirección a la fuente del sonido y se encontró con el rostro lloroso y convulso de una mujer de mediana edad que la miraba como si se tratase del tesoro más grande sobre la tierra. La muchacha pestañeó de nuevo y su nuevo cerebro mecánico comenzó a trabajar. Registró las facciones de la mujer, su tono de voz, la forma en que se movía y determinó que se trataba de su madre. Su rostro se contorsionó en una sonrisa extraña, atrofiada y Adelaide sintió que podría morir de la felicidad.

Tomó mucho tiempo y esfuerzo recuperar la movilidad y el tono muscular de Clara. Tres meses después de su milagrosa recuperación y luego de miles de exámenes, determinaron que estaba lo suficientemente estable como para regresar a casa. Adelaide, sobre una nube, la llevó de regreso al hogar y le enseñó todo lo que un día fue suyo: su habitación, sus cuadernos de pintura, su guitarra en un rincón. Clara miraba todo con curiosidad, registrando la nueva información con premura. Su cerebro funcionaba a mil revoluciones por microsegundo, relacionando información con sentimientos y determinando la respuesta más adecuada a cada nuevo estímulo. La comida, la bebida, el aire, el sol, los sonidos, la textura de las sábanas bajo su piel, los olores… todo era nuevo y maravilloso…

Hasta que ya no lo fue.

Su madre le entregó álbumes familiares para que recordara los rostros y las historias de aquellos que ya no estaban. Le habló de su abuela Betty, de los chicos del tío Theo, de las maravillosas galletas de la tía Darla. Clara observaba las fotos con ojos curiosos. Su cerebro registraba los rostros de sus parientes y los ubicaba en una base de datos, clasificándolos por año y anotando los eventos más importantes en su vida. Y entonces, comenzó a ver. El sistema implantado en su cerebro se conectaba a la red y, cada vez que veía un rostro nuevo, la web le mostraba eventos relacionados a la vida de esas personas y su participación en ellos. Fue así como descubrió la escalofriante historia de su familia.

Pudo ver los relatos sobre su tatarabuelo guiando indios como ganado a través del Sendero de Lágrimas. Leyó el diario de su abuelo sobre su participación en Bastogne, durante la Segunda Guerra Mundial. Encontró noticias locales sobre sus arranques de locura luego de volver de la guerra, la primera plana en la que lo acusaban de asesinar a su esposa luego de confundirla con un enemigo en medio de sus pesadillas. Malversación de fondos, estafas, asesinatos, secuestros, misteriosas desapariciones. La historia de su familia estaba manchada de sangre y horror y su mente se llenó de pesadillas que la perseguían día y noche. Clara ya no dormía, temerosa de lo que vería en sus sueños. Mientras su madre cantaba en la cocina, feliz por tener a su hija de regreso, la joven se ahogaba en la angustia y el miedo.

Cuando descubrió las noticias sobre su padre, Clara supo que nunca más recuperaría la paz del alma. Los diarios hablaban de Merle Davis, el Carnicero de Milwaukee, acusado de asesinar a una docena de jovencitas antes que la policía lo atrapara, intentando huir con su hija en dirección a Canadá. De pronto la muchacha recordó las luces del camión y sus manos pequeñas cogiendo de improviso el volante para lanzarse en dirección al enorme armatoste. Ella provocó el accidente. Ella iba a ser la última víctima de su propio padre. Se miró al espejo con los ojos llenos de lágrimas y entonces comprendió por qué no lucía mayor, porque su madre no lucía mayor, pese a los diez años que pasó en coma. Tenía trece años cuando fue secuestrada por su padre. Trece. No veinte, como dijo mamá. Por eso no tenían fotografías de ella en el instituto o la universidad y todos los registros fotográficos la mostraban como una niña pequeña.

Y Clara se llenó de odio y compasión, todo al mismo tiempo. Odió a su madre por mentirle, al depravado de su padre, al tiempo perdido. Pero, a la vez, se dolió por su pobre progenitora, destrozada por el engaño del esposo y la maldad que éste escondía y luego por la larga enfermedad de su única hija. Clara se sentó en la cama, con la mirada fija en la nada. Tenía dos opciones: enfrentar a su madre, causándole quizás más dolor al abrir viejas heridas o ignorar los hechos y escuchar a su corazón. Su terapeuta le dijo que lo más complejo sería ejercitar su empatía, pero, frente a esa decisión, no tuvo dudas. Cogió su computadora y tuvo acceso al programa con el que podía controlar el funcionamiento de su cerebro. Bloqueó uno a uno todos los recuerdos y dejó un solo rostro en su base de datos: el de su madre.

Génesis García es historiadora, estudiante y madre a tiempo completo. Entre la crianza y los cuadernos, encuentra tiempo para dedicarse a la creación literaria, mundo en el que se sumergió a tierna edad, gracias a la biblioteca de su padre. Ha publicado diversos cuentos en antologías de la Editorial Gold (Colombia) y ha sido ganadora de premios y menciones honrosas en concursos literarios en España.

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