El mercado es uno de mis lugares favoritos. Ya sea de artesanías, flores, verduras, carnes, diversos abarrotes, dulces, electrodomésticos, ropa y hasta material para practicar hechicería. Me gusta lo eclético que es en todos los sentidos. Me entra por la nariz y lo huelo fresco, a frutas de temporada; fragante y terroso, a hierbas curativas; cítrico y con ligero aroma de vainilla, a magnolias. Yo lo exploro por el tacto y descubro la ambivalencia de sus texturas, por ejemplo, la de la naranja rugosa y lisa en consonancia. Lo veo infinito de colores vívidos: amarillo, naranja, verde, morado, azul … más allá del arcoíris y hasta en neón para anunciar las mejores promociones. El oído y el gusto me introducen: “¡Pásele, pásele güerita!, “¿Qué le doy marchantita?”, ¡Pruébelo, pruébelo!” en lo que degustó una tostada con aguacate, una cucharita de mole o un minitaquito de barbacoa. Me puedo perder en el regocijo de aromas, colores, texturas, sabores y sonidos que habitan en el mercado.
Mis primeros recuerdos de este lugar son a lado de mi abuelita. Los domingos muy temprano o los días de vacaciones que pasé en su casita blanca juntas íbamos al mercado por la comida del día. El olor a cilantro invadía mis fosas nasales mientras ella me agarraba de la mano y me decía: ─Te voy a preparar un caldito de res, mi niña─ al mismo tiempo que la boca se me inundaba de antojo. Luego en la sección de las carnes me aguantaba la respiración y agachaba la mirada a mis zapatitos rojos de charol ─de pulsera en el tobillo y moñito al centro─ para no ver los miembros de las reses, tendidos ahí para el agasajo de quienes pedían a la carnicera retazo, falda, cola o lengua; según el antojito del día.
Un día, ya siendo una joven acompañé a mamá y papá al mercado. No recuerdo exactamente para qué ocasión especial fuimos a comprar, pero sí que pasamos por toditas las secciones y que en cada una nos parábamos a adquirir algo. Estaba muy concentrada, en ocasiones hasta absorta. A cada alto probaba, tocaba, veía, olía y escuchaba.
Al final del recorrido en la parte de las carnes distinguida por el olor y la variedad de animales muertos tanto terrestres como marinos: reses, cerdos colgando en tanto sus cabezas yacen sobre el mostrador: hígados, sesos, corazón, moronga, la famosa pancita y quien sabe que más… suspiro, porque ya no quiero estar tan concentrada en las entrañas, mejor intento pensar en la hermosura de las flores favoritas de mi hermana: las celosías. Caigo en cuenta de su parecido con los sesos.
Mis pensamientos se interrumpen una vez que llegamos a los locales de pollo. Observo cómo lo colocan. Primero está en fragmentos: patitas, alas, pierna, muslo. Luego descabezado y tendido sobre una tabla. Su piel teñida de amarillo brillante y su olor particular que lo diferencia de la res hace que mi piel se ponga como la de él. Volteo a ver a mi hermana y noto sus ganas por irse los más rápido de ahí.
Finalmente, el pasillo de los mariscos y el pescado, caracterizado principalmente por lo oloroso de la trimetilamina, sí, el famoso olor a pescado, ese que los peces despiden al ser matados. Siento una mirada de cuchillo, observo que es de un huachinango grandote reposando sobre la cama de hielo escarchado. No lo pienso ni dos veces e introduzco lentamente mi dedo índice en su brillante ojo; su viscosidad me gusta al principio, pero al sacarlo me repugna. Siento ñáñaras de pies a cabeza. Mamá está cerca, aprovecho para tomar su mano y hacer que también toque el pescado. Inesperadamente se ríe y al mismo tiempo me advierte: “Con los muertos no se juega”.
El mercado me resulta encantador, tradicional, cotidiano, orgánico, un recinto de comunión … pero justo en este momento lo percibo tan diferente a otros días y me resulta asombroso.
Incrédula froto mis ojos con los puños de mis manos. Bien clarito miro ante mí cuerpos humanos rasurados mientras cuelgan. También los hay destazados y degollados. Cabezas en el mostrador (salpicado con sangre) para quienes prefieren ojo, trompa, cachete. Manitas y patitas humanas para gozarlas en casa con limón, sal y salsa valentina (anuncia un cartelito neón rotulado). Tampoco cesan los sesos, el hígado, las tripas, el corazón, y demás entrañas guardadas en los refrigeradores, listas para ser guisadas y devoradas por reses, pollos, cerdos, peces y mariscos que hacen sus compras en el mercado para obtener de todo lo que se les antoja más fresco.
Escalofríos en mí de pies a cabeza. Empatizo con los cuerpos colgados y mutilados en los lugares de los animales que se suelen expender en el mercado. La sensación escalofriante que encarno la supera una de vivir la subversión.

Margarita Mantilla Chávez. Mujer, madre, autora de su vida. Adora el cine, la literatura y la música, así como todo lo creado desde el vivo pensamiento de las mujeres. Socióloga con perspectiva feminista y Maestra en estudios de la mujer.