Llevaba largo rato planeando desaparecer. El mundo humano le había mostrado ya su fea cara, una imagen bonita pero hueca como las fachadas antiguas que son patrimonio de la humanidad cuyo interior disociado de la construcción frontal puede ser moderno y funcional pero carece de calidez humana, de historia que la sustente.
Intentaría morir a la antigua, dormir suavemente sin intervención de ningún instrumento. Logró pagar por adelantado los gastos de la casa por seis meses, pidió sus largamente postergadas vacaciones, aviso, por si las dudas que se iba de viaje. Tendría tiempo suficiente para morir irremediablemente.
Fue a la cama con su última taza de chocolate caliente y una extensa dotación de libros, decidido a no volver a ponerse en pie por ninguna causa.
No contaba con la lluvia ni la magia de los hongos. Comenzó una leve llovizna, atípica y fugaz pero un par de horas más tarde la lluvia pertinaz continuo casi ininterrumpida por tres días. Los muros se enfriaron primero, lloraron un poco después y finalmente cuando la lluvia escampo y permitió al sol brillar comenzó el espectáculo: cálido, silencioso y vital. De algún modo las esporas habían llegado, o tal vez habían estado dormidas en los polvos con que los muros habían sido construidos o recubiertos. Comenzaron a crecer por todos lados estructuras caprichosas de colores y formas variadas en subsecuentes pisos formando escaleras diminutas y sinuosas. Al principio, resignado a qué ese mundo ya no sería suyo las miraba desde la cama pero a poco, la curiosidad le impulsó a levantarse.
El olor despertaba en él cálidos recuerdos de infancia con las caminatas por monte para recoger hongos, con la sopa de la abuela Manuela, las quesadillas al comal. Las texturas a veces rechinantes y otras gelatinosas, el sabor a carne magra y jugosa lo orillaron a probar un pequeño trozo, otro más, recordando las instrucciones recibidas en algún tallercito de fin de semana ‘todos son comestibles al menos una vez en la vida, para poder volver a comerlos pruebe solo un pellizquito del cuerpo fructífero, sienta, defina y escupa’.
Supongo, después de probar los sinsabores de la vida, las sensaciones gustativas y las mentales derivadas le incitaban a seguir con la degustación de su casita de honguitos de colores como lo hicieran Hansel y Gretel. Paralelamente tomó el celular y comenzó a tomar y enviar fotografías, de pronto eran miles las vistas y algunos curiosos preguntando «¿Dónde?». La respuesta inocente de «en mi casa», tuvo que pasar a una detallada dirección con indicaciones y a una pequeña invasión por parte de fanáticos que deambulaban por su casa y traían todo tipo de presentes para el anfitrión.
«Oye viejo, esto es increíble» le parecía escuchar mientras probaba unas botellitas de elixir traídas por alguno de los presentes, extraños colores y etiquetas como las del país de las maravillas: «Bébeme».
Despertó, no sabía que día o mes era, se sentía tan bien que no tuvo otra opción que creer que los hongos son expertos en redes de apoyo invisibles.

Diana Amador. Escritora diletante. Seleccionada, «Detrás de estas palabras hay una mujer», certamen web Mujeres Rotas, microrrelatos de las BP de San Javier, microrrelatos “Gaviotas de Azogue”, Antología Cuento peninsular ¡Ay mujeres!, en Antología cuento quintanarroense, en Antología 100/40 relatos de toda hispanoamérica durante la cuarentena.Mención honorífica Juan de la Cabada, Cuentos de Día de Muertos Casa de la Cultura de Cancún.

