La mayoría de las personas venían por soluciones rápidas, siempre con la necesidad de urgencia. Remedios inmediatos. Venganzas furtivas. Y resultados inmediatos. Pero la magia se cultiva, requiere paciencia, cuidado, y no entiende los caprichos de los tiempos humanos, solo sigue los tiempos de la tierra.
En ocasiones llegan jovencitas, con su piscacha, de facciones tiernas y redondeadas. Me piden entre llanto que cure su mal de amores. Vienen por un amarre. No les digo nada, les preparo un té de romero con naranjo. Eso les curará las penas, pero se requiere más que un brebaje para curar un corazón destrozado por años de inseguridades. Se llevan sus bolsas de hierbas secas: geranio, bergamota, cedro y hierba de San Juan. Otras requieren de eucalipto, lavanda y guayaba para preparar su agua de baño. Algunas se atreven a preguntar — ¿Eso será suficiente?— y exigen su amarre.
La mayoría no pregunta nada y escucha atentamente mis indicaciones, unas pocas prometen regresar la próxima semana, algunas lo hacen, y a otras solo las llego a encontrar en el mercado, quiero creer que una sonrisa se esconde en sus entrañas.
Lo cierto es que nunca les he vendido lo que llegan pidiendo. Lo que creen que necesitan, sino más bien lo que sus almas aquejumbradas me solicitan.
Solían molestarme las visitas nocturnas, gajes de mi oficio. Caminan con las sombras creyendo que así pasaran inadvertidas en el vecindario. Al inicio discutía, negándoles la entrada a mi pequeña casa, pero aprendí que es mejor despacharlas rápido. Les doy pastillas, un saco de semillas y un preparado de jengibre con canela. Sé que ahora pueden conseguir pastillas abortivas por su cuenta en la farmacia. Puede que no lo sepan. También sé que prefieren venir aquí donde la bruja no les juzgará, no tengo derecho. Algunas buscan expiar sus culpas, al final yo seré la condenada por llevarse el alma que han decidido se aloja en sus vientres.
¡Almas! ¡Como si eso significase algo para mí!
En una ocasión una joven regresó a los tres días, me dio una pequeña bolsa de patrones florales y 100 pesos. Dentro de esta no se podía distinguir nada que no fuera pequeños coágulos sanguinolentos, y pequeños gajos de un rosa pálido. Nunca la volví a ver, pero me imaginé contándole sobre el toronjil que florecía en las primaveras, sobre su tierra fértil que preparé aquella mañana. Recuerdo con nitidez sus palabras de súplica para que no ofreciera los restos a mi amo.
A las personas de esta ciudad les encanta crear rumores sobre mujeres como yo, que vivimos solas, o a veces en pares. Que vamos al cementerio por las noches, que dejamos escondidas entre los matorrales ribereños partes de nosotras, que nos descalzamos para danzar desnudas bajo la luz de la luna.
Se dice que mis conocimientos y poderes de sanación están bajo la influencia de un macho cabrío, ante mi desesperación me sometí a los deseos de una divinidad masculina, que firmé un contrato para ser su sierva, donde mi libre albedrío está condicionado.
Pero si soy fiel sirvienta a un mandato, no sería más que al de la naturaleza. Siguiendo sus advertencias, guiándome por sus señales, y prestando atención a la intuición que se me ha otorgado.
Aprender sobre qué remedios dar a las mujeres parturientas, preparar sahumerios de palo santo y malva de monte, me ha tomado un par de años. Escuchar mi voz interna para ofrecer protecciones de regalo, lengua de suegra a las mujeres recién divorciadas, y cocer cuajilote correctamente para curar el mal de orín he tomado otros tantos años más.
Seguir el compás de la naturaleza me ha enseñado que en las tardes lluviosas lo mejor es un caldo de milpa, con harto huitlacoche para aliviar la pesadez de las mujeres que ni siquiera pueden describirme lo que les aqueja. Que un guiso de setas diario cura más rápido la anemia que cualquier frasco vitaminado.
Desearía que todos mis trabajos fueran sencillos, curar de muina, mal de aire, preparar polvo de estafiate pal susto de los más pequeños. Pero no, no todos los trabajos son sencillos, ni dignos.
Quisiera que fueran verdad las historias de los abuelos. Que somos responsables de llevar a sus hombres de bien a la tentación. Porque de seguro ustedes conocen una historia de nosotras, que por despecho o codicia usamos nuestra magia, y atraemos a los hombres a su fatídico destino. Les embaucamos con una sonrisa, les preparamos toloache, chicharrón verde o alguna otra variante de su preferencia, para llevarlos a la locura, robarlos, engatusarlos. Dejando a sus nietos y bisnietos solo con el rumor —Lo embrujaron—.
Me gustaría creer que ese es nuestro trabajo.
Este hombre llegó un sábado por la tarde, algo floja, porque nadie suele visitarme durante las fiestas patronales. Él nunca pedía trabajos demasiado complicados, más que nada una limpia, curarle el mal de ojo, atrapar las envidias de sus familiares. Un par de veces al año le vendía amuletos para la fortuna. Este año ha sido electo en mi municipio.
Su alma jamás fue clara de lo que le aquejaba, interactuaba de forma alegre con las sombras que lo acompañaban, se regocijaban, y lo interprete como una señal de nunca entregarle nada que realmente pudiera ayudarle.
Durante esta visita el recalco que venía por algo muy importante, y estaba dispuesto a pagar el precio que le pusiera. Me contó a detalle que su sobrina recién se mudaba a la casa familiar. Una madre soltera de dos niñas hermosas, curiosas y brillantes. La más pequeña había captado su atención, siendo virtuosa, delicada, y espabilada para su edad. Apegada a su madre y confidente de su hermana. Él quería que la mantuviera cautiva solo para sus ojos, y precisaba su completa confianza. Le dije que era un trabajo de tiempo, al menos tres semanas. Lo vería el jueves siguiente para comenzar. No pedí adelanto. Y se despidió estrechándome la mano.
Esa noche me sentí inquieta, no lo suficiente como para dar la vuelta al centro de la colonia y unirme a la feria. Deambule por un par de horas, hasta encontrarme a la orilla del poblado, donde ya no se podían escuchar los ecos de la fiesta y el cielo ya no resplandecía por los fuegos artificiales. La noche había sido amable, y apenas empezaba a lloviznar. Seguí caminando hasta los límites del cercado de la recién industria llegada a la ciudad. La lluvia lavaba la escarcha blanquecina que la fábrica escupía mientras estaba activa. Seguí el flujo del agua y sonreí.
Debajo del mantillo de hojas secas crecía un grupo de hongos. Pequeños, amarillos, y esperando ser descubiertos.
Mi madre es sabia, siempre encuentra cómo sanar. Nos brinda la medicina que necesitamos, para remediar incluso lo que aún no se ha envenenado. Arranque un par de hongos, los observe, y el amarillo huevo fue mi consuelo.
El jueves llegó con otra tormenta de verano. Recibí a este hombre en mi cocina. Le di instrucciones precisas de los hongos que tenía que recolectar. Al menos tres cosechas, durante tres semanas. Le di un tónico de bugambilia y mi salsa macha especial. Nos prometimos concentrar los próximos pasos la siguiente luna nueva.
Los rumores dijeron que el Presidente enloqueció. Una mañana salió corriendo de su casa, parecía un animal rabioso, con espuma en la boca y silbando palabras delirantes. Los doctores dijeron que la causa de su muerte fue una intoxicación por metales pesados.
Después de su muerte comencé a visitar el cementerio cada año. Porque mi madre es muy generosa, y seguido me recuerda que de la muerte surge la vida. Camino para ver el atardecer y me detengo a recolectar los hongos rojizos que crecen sobre su tumba. El primer año siempre se tiene la mejor cosecha, aún conservo algunos hongos en salmuera de aquella vez. Aunque la mayoría sirvió para avivar la magia que protege a nuestras infancias.

Nací en el Estado de México, soy una persona psiquiatrizada, con discapacidad, autista, feminista, sáfica, y cuir. Estoy comprometida con la lucha contra el capacitismo, la justicia climática y la no discriminación. Soy una activista inexperta en constante proceso de deconstrucción, experimento con la expresión artística para resistir la violencia simbólica, estructural y patriarcal. Abogo por la educación no formal como una herramienta de cambio.

