Nikte Requejo-Mendoza: Vapor violeta

¿En qué momento el deseo salió del cuerpo manifestándose como un vapor violeta?

Un vapor tibio, denso, que no ardía ni empujaba: temblaba. Un hilo leve que ascendía desde el estómago y se alojaba, casi imperceptible, en la vulva. No pedía paso. Solo vibraba, como si preguntara: ¿puedo existir?

Tal vez todo comenzó con esa pregunta. O con una semilla que brotó antes de tiempo, arrancada del cuerpo por manos que confundieron protección con silencio, y cuidado con control. El vapor nació sin forma, sin contorno, sin mapa. Lo que pudo ser deseo fue convertido en sombra. Lo que pudo ser presencia se volvió opacidad.

Y así, en lugar de despertar, el cuerpo fermentó. Surgió una masa espesa, una sustancia pegajosa que no buscaba placer, sino prueba de existencia. Una mole sin nombre que se movía bajo la piel como sudor que no se seca, como lodo tibio atrapado entre los muslos. No tenía lenguaje, pero dejaba rastros. No se ofrecía: se desbordaba. No respondía al propio ritmo, sino a los gestos heredados de un entorno que llamaba amor a la posesión.

Latía a veces como una herida vieja. Otras, quedaba inmóvil, dormida. Pero no desaparecía. En su centro, oculta bajo capas de vergüenza y mandato, resistía una semilla: tímida, terca, amorosa. Lo único que no se había dejado moldear.

Con el tiempo, sin manos impuestas, el cuerpo comenzó a buscar por sí mismo. No porque supiera cómo, sino porque necesitaba intentarlo. Hubo encuentros. Hubo fugas. Hubo noches donde el sexo fue insistencia, y días en que el cuerpo se ofrecía como si en esa entrega pudiera recuperar lo que alguna vez le fue arrebatado. Ya no había violencia, pero sí su eco. Ya no había invasión, pero sí la forma hueca de lo que había faltado.

Y sin embargo, algo empezó a cambiar. Muy despacio, como brote entre escombros, la semilla expandió su latido. No fue revelación, sino insistencia. Una pulsación que buscaba salirse de las formas heredadas. El cuerpo se reconoció como materia viva. Dejó atrás las manos que antes lo deformaban y eligió otras. Manos que tocaban sin poseer. Por primera vez, supo que podía ser alfarera de sí.

Entonces el vapor volvió. O tal vez nunca se había ido. Solo se había escondido entre capas de miedo. Pero ahora tomaba color. No un solo tono, sino una gama entera: morado, violeta, azul profundo. El cuerpo comenzó a sentirlo como una danza. El vapor se posaba en la nuca, descendía por los pechos, rozaba los pezones con ternura. Se deslizaba entre las piernas, acariciaba los muslos, bajaba hasta los pies. No pedía permiso: acompañaba.

En ese fluir, lo que fue herida se volvió contorno. Lo deforme encontró forma. Lo ajeno se volvió pertenencia.

Y el deseo se expandió.

Apareció alguien. Un cuerpo que no exigía, que no invadía. Un alfarero sin pretensión, que sabía leer los silencios y los temblores. Lo que antes fue urgencia se volvió celebración. A veces estallaba como fuegos artificiales sobre la piel. A veces era solo una brasa que sostenía el calor en medio de la calma. Todo eso era deseo. Real, libre, elegido.

Y aún así, algo seguía latiendo. No era carencia: era desborde. El cuerpo quiso volver a tocarse sin mapa, sin reflejo, sin nadie más. No para reemplazar, sino para reencontrarse. Para dejar que la piel susurrara su idioma. Para que los dedos recordaran lo que el cuerpo siempre supo, sin necesidad de pensarlo.

Fue ahí, en ese goce íntimo, donde algo más comenzó a expandirse. No era distinto al placer, ni ajeno al amor. Era una vibración nueva, nacida entre caricias conocidas y suspiros renovados. No desplazaba el deseo de sí, ni restaba fuerza al deseo compartido: lo abrazaba, lo prolongaba, lo hacía vibrar en otra frecuencia.

Había algo más allá del cuerpo tocado, algo que seguía latiendo incluso después del éxtasis. Una especie de eco dulce, de llamado tenue que no venía del vacío, sino del desborde. Del deseo mismo queriendo mutar. Del placer queriendo encontrar forma más allá de la piel.

El vapor, testigo silencioso, se volvió marco. Se espesó a su alrededor como niebla amorosa, translúcida, temblorosa. Revelaba sin nombrar. Mostraba sin decir. Entre sus ondas, la escena aparecía y desaparecía: dos manos moldeando juntas un porvenir aún sin forma, pero lleno de latido.

El vapor la rodeó. Le susurró decisiones, silencios, pactos sin nombre. No trajo respuestas, pero sí una dirección. Una imagen que no se soñó, sino que se sintió. Una posibilidad compartida. Una promesa blanda, tibia, palpitante.

Marca el vapor violeta.

¿Es este el camino?

Este deseo no se soñó: se sintió.

Me llamo Nikte Requejo. Soy neurocientífica de formación, escritora en proceso y cuerpo en constante mutación. Escribo desde la piel, la entraña, la memoria y el deseo: a veces como quien tantea en la oscuridad, a veces como quien enciende una vela para mirar lo que arde.

Vapor violeta nació en un taller donde el deseo se volvió forma narrativa. Es un texto que atraviesa el gozo, la herida, el miedo y la ternura. No busca explicar: quiere vibrar. Fue escrito dejando que el cuerpo dijera primero, y el lenguaje apareciera después.

Agradezco profundamente a Especulativas por ser un espacio donde la imaginación es también una forma de reparación, una forma de ternura radical. Y por recordarnos que la escritura puede nacer —y sostenerse— desde el cuidado.

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