Al amanecer, una diminuta gota de agua se fue acercando lentamente a la Tierra, abriéndose paso a través de las escasas nubes. Parecía que, de tan pequeña, se evaporaría en el aire, pero no fue así. Era una gota espesa que cayó en una hoja marchita igual de diminuta, se diluyó a su alrededor y alcanzó a humedecer la tierra seca y agrietada.
En un instante, el color de la tierra cambió de un tono casi grisáceo a un marrón oscuro. Y la hoja pareció despertar de su agonía y erguirse un poco, agradecida. A lo largo de esa mañana de calor abrumador, cayeron otras gotas más. Eran redondas y cristalinas, cada vez más condensadas. Muchas de ellas rebotaban al contacto con las plantas y se depositaban intactas sobre algunas flores raquíticas y moribundas. Al contacto con ese líquido casi olvidado, las flores recuperaban algo de su energía de antaño y se agitaban imperceptibles desde su interior para iniciar un nuevo ciclo de fotosíntesis grabado en la memoria de sus células.
Hacía ya muchos años que no llovía como antes sobre la faz de la Tierra. Apenas caían algunos chubascos ocasionales en ciertas regiones. Nadie sabía cuándo volvería a llover después de esos episodios. Ya no había predicción meteorológica; ninguna tecnología era capaz de descifrar esa ausencia casi total de lluvia. Las sequías y la hambruna habían provocado guerras cuyas víctimas en ocasiones agradecían morir de un disparo antes de sufrir la muerte lenta y dolorosa que ocasionaba la falta de un trago de agua que llevarse a la boca.
Las mujeres aún conservaban una mínima esperanza. Se negaban a aceptar la muerte de sus crías y la suya propia. Hacían rituales aprendidos siglos atrás y rogaban a las diosas de la lluvia de todas las culturas ancestrales. Por eso, cuando cayeron aquellas espesas gotas de agua en forma constante por varios días, supieron que sus plegarias habían sido escuchadas.
No era la misma lluvia de antes. Esa agua era distinta. Era poderosa. La notaban como parte de su ser. Al verla, evocaban su sangre menstrual, la leche de sus pechos, el sudor de tantos trabajos extenuantes, los torrentes de lágrimas llorados en silencio o a gritos. Al recibirla en sus manos, se sentían en el vientre de sus madres, a salvo. Intuían que esa agua era su esencia vital. Ellas, que se sabían agua, arroyo, laguna, río, mar; recibían ese líquido mágico sin hacer preguntas. En el fondo de sus corazones sabían que les pertenecía y esta vez no dejarían que les fuera arrebatado.
Aquella lluvia continuaba su tenaz trayecto hacia la Tierra desde los cráteres del lado oculto de la Luna y de todas las demás lunas del sistema solar. Por más de doscientos mil años habían atraído gota a gota el líquido amniótico vertido por las mujeres para parir a la humanidad entera. Era el momento de romper aguas y derramarse para aliviar el dolor y ser, de nuevo, el inicio de la vida.

Magda Calderón Rodríguez (Guatemala, 1962). Escribo para encontrarme a mí misma y conectarme con las voces de otras mujeres. Algunos de mis textos se encuentran en las antologías El muro desaparece cuando nosotras escribimos (Ediciones Lluviedad) y en los espacios digitales feministas La Crítica y Salidas del tintero. Soy coautora del poemario Canto de pájaras sin jaula (2024).

