Andrea Ortiz Morales: Estancamiento

Como ha sucedido toda la semana, la tormenta comenzó aproximadamente a las once de la mañana y no ha parado. En Guanajuato cae un diluvio intermitente, con un promedio de cinco a siete horas de pausa entre la madrugada y la mañana. Aún cuando conocen la intensidad de este  fenómeno pluvial, que ha llegado a durar once meses, hay guanajuateños que todavía salen de sus casas sin paraguas e impermeables.

Llueve a cántaros. Los callejones empiezan a crear cascadas que imposibilitan el paso peatonal. No hay nada que hacer más que esperar a que se detenga. El Paseo de la Presa está en penumbra al medio día, la lluvia crea un gran telón teatral por el que solo se observa la forma de un gigante alargado que se desplaza pecho tierra, despacio, por la calle; va tanteando el camino. En su interior, se advierten figuras amorfas y borrosas de colores: son pasajeros. El camión va casi lleno. Varios de los pasajeros no tienen otro objetivo más que ir a ninguna parte para protegerse. Dentro se escucha la tormenta y nada más.

El chofer va peleando con la nula visibilidad, intenta mantener el camión andando y en línea recta. Lleva los hombros entumidos, trae una cara de preocupación y al mismo tiempo parece saber que saldrá bien librado. Voltea a ver a los pasajeros. Unos lo observan con resignación; otros, ven al frente y a ningún lado; los demás, tienen la mirada perdida al exterior: van concentrados tratando de adivinar qué sucede afuera. El chofer les grita: “¡La siguiente es la última parada hasta el Mercado Hidalgo!”. Nadie se mueve.

Los asientos los ocupan mujeres con bolsas del mandado depositadas al lado de ellas en el pasillo, y unos cuantos señores de brazos cruzados. Un anciano trae una bolsa de rafia blanca sobre las piernas de la que se asoma a veces la cabeza, a veces la nariz, de un perrito también blanco con pelo lacio. Al fondo están una madre y su hija, con un gran moño en la cabeza, quien no para de llorar.

“¡Última parada!”, exclama el chofer. Y una vez más, nadie se mueve.

En la puerta se distingue una figura pequeñísima. El chofer abre las puertas y ayuda a subir a una anciana jorobada y frágil, y a sus bolsas del mandado. Va escurriendo. No trae ni paraguas ni otro artefacto que pueda cubrirla más que un rebozo gris que para poco le ha servido. Una vez arriba, comienza a caminar con cautela, el camión arranca y ella se balancea para no perder el equilibrio. Se dirige hacia el único lugar disponible y arrastra pesadamente sus bolsas, con las que traza un arroyo que fluye tranquilamente ante la indiferencia de los demás pasajeros. Ella es un cuerpo de agua andante, una cascada humana.

Afuera, la lluvia sigue muy tupida. La anciana se posa al centro de la última hilera de asientos, sigue escurriendo y creando charcos cada vez más grandes, parece no darse cuenta. Su mirada se une a los pasajeros que ven al frente y a ninguna parte. Pronto algunos comienzan a sentir el agua cubrir sus pies. Varios voltean a las ventanas para comprobar que estén cerradas, y así es.

La anciana bosteza y cierra los ojos: se acurruca en su rebozo empapado y se queda dormida. Las mujeres levantan sus bolsas del suelo sucio y las ponen en sus piernas, muy a pesar de la mugre impregnada en ellas. El agua abarca todos los espacios del camión y se mueve con el vaivén del vehículo. El chofer no despega la vista del frente, se mantiene tenso. Los pasajeros, en cambio, cada vez están más inquietos. El agua ya les llega a los tobillos, quienes pueden se abrazan las rodillas.

La anciana, sin abrir los ojos, mueve el trasero y los hombros para acomodarse, y se aclara la garganta. La niña y su madre se sientan en el respaldo de su asiento, otras personas las imitan. El anciano protege a su perrito y levanta la bolsa en la que se encuentra, no parece tener otra alternativa: sus articulaciones no le permiten ser tan flexible. El perrito está nervioso y ladra. Algunas mujeres le gritan al chofer que abra las puertas para que se pueda salir el agua, pero no las escucha. No pueden sacarlo de su ensimismamiento ni quienes se acercan a zangolotearlo. 

El agua sigue subiendo. La anciana continúa dormida, la inundación no parece afectarla de ninguna manera. Una mujer intenta despertarla, otras, se unen, la toman de los brazos y la jalan hacia arriba. Pero está muy pesada y ella las ahuyenta con sus manos como si fueran moscas revoltosas. Otros pasajeros han ayudado a los más grandes a ponerse encima de los asientos, pero no es suficiente. Parados así, el agua les ha llegado hasta la cintura. En cuanto el agua alcance la altura de las ventanas, las abrirán. El chofer sigue sin enterarse de nada.

Cae un rayo. Todo se ilumina y truena tan fuerte que la estructura tiembla. La niña grita y su madre la carga para que el agua no le cubra todo el cuerpo. Todos están exaltados y comienza una paranoia colectiva por salir del gigante móvil. ¿Cómo es posible que el chofer no se haya inmutado ante el sonido y la luz? Se han olvidado de sus pertenencias que ahora flotan y se mecen en el cuerpo de agua. Entre todos, intentan recorrer las ventanas, pero están atascadas, sus manos se resbalan con cada tirón.

El perrito gruñe, se sumerge hasta alcanzar al anciano que se ha quedado en el fondo, y lo lleva a la superficie. Una señora está desesperada: no sabe flotar. Entre las mujeres más jóvenes intentan calmarla, sin embargo, ella no las escucha, no entiende razones, se recarga en sus cabezas y las hunde para tener unos segundos más de respiración.

La anciana se rasca la nariz. Abre los ojos. Observa el caos que reina en todos lados sin inmutarse, anclada al asiento. Solo salen burbujas de sus fosas nasales. Bosteza y vuelve cerrar los ojos; parece meditar en el fondo del agua.

El perrito blanco comienza a aullar. Algo sucede: los pasajeros parecen entumidos. “¡Se está helando el agua!”, grita uno de ellos. La niña llora más fuerte. El perrito intenta sacar a su humano del agua, pero este se ha rendido, sus fuerzas no dan para más, y regresa al fondo. De pronto, el descenso del anciano se detiene y queda suspendido cuando su cabeza está a punto de chocar con el respaldo de un asiento; a su vez, el perro queda inmóvil mientras acude al rescate. Uno a uno todos se paralizan. En la superficie se asoman tanto las uñas pintadas de una mano que buscaba tocar el techo, como el rostro o solo la punta de la nariz de varias personas que intentaban respirar. Se ve el enorme moño de la niña que lloraba, al lado de frutas, tortillas y pan chopeado.

La gran gelatina humana se tambalea al ritmo del camino. El camión no se detiene, el chofer sigue en su trabajo. Están cerca de la parada del Mercado Hidalgo, finalmente. Varios tienen que bajar ya.

Llegamos a la parada. Afuera, la lluvia es más tenue. El camión se orilla, frena y suena una expulsión de gas salida del trasero del gigante. La anciana frunce la nariz, hace una mueca y estornuda. Empieza a hacer mucho calor: los humores de los cuerpos humanos y de un perrito se unen.

“¡Servidos!”, exclama por fin el chofer y se escucha el resoplido de las puertas que se abren. En un chasquido, el postre cartilaginoso se derrite apresurado. El agua empieza a escurrir por todos lados buscando una salida desesperada hacia la calle y los pasajeros descienden con ella. Algunos salen por los rápidos que se crean en las escaleras del autobús; otros caen en los asientos o el pasillo. Molestas, las mujeres empiezan a recolectar su mandado e inspeccionan qué sirve todavía: casi nada. Envueltos en rabia, y apurados por encontrar un nuevo refugio, todos los pasajeros logran salir.

El chofer se estira, se truena los huesos sin mirar atrás; el agua escurre por todo su cuerpo, pero como si no la sintiera: no se enterará de qué pasó. Solo queda la anciana sentada, serena, con el agua resbalándole como si trajera impermeable. Abre los ojos tranquilamente. Se despereza, se truena el cuello, se desliza por el asiento hasta tocar el piso, parece haberse reducido unos centímetros, y toma con cuidado sus bolsas pesadas del mandado. Avanza una vez más por el pasillo, los charcos que han quedado se unen voluntariamente a su andar, un imán de agua. Todo queda impecable.

El chofer la ayuda a bajar sus pertenencias, le extiende su mano, ella da un brinquito y alcanza el suelo. Ya en la calle, la anciana voltea, le da las gracias, sigue su camino y se pierde por el pasillo de la 5 de mayo.

Editora en Página Salmón. Coordina Espacio Compacta, donde acompaña escrituras e imparte talleres. Ha publicado cuento y ensayo en Página Salmón, Penumbria, Cósmica Fanzine, Especulativas MX, Bastardilla, Punto de Partida, Irradiación y Nexos. Escritora poco constante de ensayo y sobre ensayo en: zaraterendon.tumblr.com.

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