Escucho cómo cruje la madera bajo mis pies cuando los coloco en el piso todos los días después de la siesta de las 4 de la tarde. Me estiro un poco, sobre todo las escápulas, supongo que cargar esa mochila comienza a tener consecuencias.
Ese día me dolía más que otros. Me acerqué al balcón, escuché el repiqueteo de las gotas sobre el suelo, moví un poco las persianas que están a nada de que se descompongan, de cualquier manera, esas reparaciones caseras no están en mi presupuesto. Así que las ignoré y me senté afuera, mientras un manto liviano de gotas jugaba con la luz de la tarde.
Como otros días, observé la ciudad polvosa y gris, se puede apreciar desde esa posición cómo el aire levanta la inmundicia. Me acostumbré a respirar su atmósfera, así que no me importó quedarme largo rato contemplando la brisa y el haz de luz de aquella hora.
El jazz me hacía compañía, era el nuevo lanzamiento del gato pardo que creó música mediante una IA y lo convirtió en una celebridad. Las mascotas se convirtieron en artistas gracias al avance de la tecnología, mientras algunas personas se quedaron como animales, arrancándose de las manos la poca comida que quedaba.
De alguna manera, sigo creyendo en la divulgación de la ciencia, no tiene sentido, lo sé. Saqué mis manos para sentir el agua fría del manto, dicen que es el único elemento que mantiene su pureza, al menos nadie ha podido capitalizar la lluvia.
La música se interrumpió por el comentarista estelar, un dogo con una voz parecida a la de Elvis Presley, que informó sobre el clima de ese día. Seguiría lloviendo hasta la madrugada, no quería salir así y empapar mis pies sobre los charcos puercos de las calles de la ciudad, pero no tenía opción, el Congreso comenzaría en una hora.
Así que me alisté. Mis botas negras resistirían a la lluvia, me pregunté. Me puse los audífonos de diadema sobre el cabello para seguir escuchando el jazz de todos los gatos que tuvieran esa habilidad. Mientras más mascotas se convertían en celebridades, menos los veíamos en las calles y las casas, era un verdadero lujo estar bajo su presencia. Igual de lujoso era poder ingerir alimentos dignos, pero me las arreglaba para comer algo en el día.
Después del trabajo de hoy podré comer mejor, pensé. Tal vez pueda llevarle algo de arroz a mis vecinas del piso de abajo, continué elaborando mientras colocaba la pesada mochila de nuevo en mis hombros. Otro invento asistido por la nueva tecnología, revisé que tuviera suficiente batería y los atuendos necesarios para esa noche.
Al salir la lluvia había incrementado, pero preferí caminar que tomar el bus eléctrico. Se habían reportado más incidentes desde la última lluvia. Últimamente llueve demasiado, pensé, quizá nos quiera decir algo.
Después de dos calles hacia el norte y cuatro hacia el oriente encontré el auditorio, un lugar sin gracia, pero acogedor. De todas formas muy poca gente asiste a este tipo de conferencias, hoy se hablaría sobre la defensa del agua y las montañas. No les conocía, pero la doctora sí y yo confiaba en ella.
Entré y ya estaba con el resto del comité organizador, me uní y comenzamos a alistar todo. Los presentadores llegaron, la doctora se sorprendió, no era a quienes esperaba, en sus manos notaba el nerviosismo. Algo no está bien, me dijo, pero no argumentó más. Corrió hacia una pequeña sala en el fondo del auditorio, cuando regresó nos dijo que habían sido suplantados los archivos.
En su mirada reconocí la angustia. Pensé que este día no llegaría, la suplantación y extorsión había llegado a otras áreas, en los tribunales, las empresas, los gobiernos, pero ahora estaba totalmente instalada en la divulgación y la ciencia. Los presentadores habían llenado el auditorio de gente con otras intenciones.
Nos han quitado nuestro espacio, mencionó una colega. La doctora ahora temblaba y nos pidió calma, en cuanto terminara la conferencia nos pagarían y nos podríamos ir, olvidando todo ese asunto. Se extendió más del horario acordado aquella presentación, ya eran las 9 de la noche y seguían llegando personas.
Nos reunimos en la salita al fondo del lugar, no teníamos muchas opciones. Si nos vamos, no nos van a pagar. Se había comprometido la forma de trabajo, al final de cada conferencia se hacía la transferencia y ahora sabíamos que eso no sucedería. Pero si no nos vamos, no sabemos qué pasará, no confío en esta gente, nos dijo la doctora. Votamos y por unanimidad preferimos salir, una por una para no llamar la atención.
El auditorio estaba atestado de gente, ahora había bebidas y se respiraba humo de cigarro. El avance de la tecnología no había logrado una sociedad cordial y sin violencia, pero una científica había creado estas mochilas para dotar a su portadora de un atuendo especial, por 5 horas quien sea que se acercara a ti, encontraría su reflejo. Su creadora lo patentó después de que, al salir de su laboratorio, un extraño se le acercara y la atacara.
Cada una activó su mochila y comenzó a salir, la doctora y yo nos quedamos al final. Quería asegurarse de que todas saliéramos y después nos encontraríamos en un punto estratégico. Nos vemos en un rato, fue lo último que le dije. Las personas estaban vociferando y el tumulto había aumentado, reconocí su discurso, un grupo extremista fanático.
Un señor de mediana edad se acercó muy cerca a mí, llevaba un sombrero de color gris y emanaba un fétido olor a alcohol, era corpulento, lento en sus movimientos. Escuché el rugido del cielo, llovía con más intensidad.
Me detuvo por unos segundos, luego de verse reflejado se apartó, seguí caminando y cuando volteé avanzaba unos pasos detrás de mí. Me puse nerviosa. Quizá solamente camina en la misma dirección, pensé. Casi llegaba a la puerta cuando otro más alto, con traje y sombrero de copa alta se detuvo enfrente de mí, abrió los ojos dos veces para darse cuenta de su reflejo.
Se hizo a un lado y seguí avanzando. Cuando llegué a la puerta aguardé unos segundos para esperar a la doctora, mientras a unos centímetros de mis pies la lluvia saltaba y se amontonaban las gotas desesperadas, creando un riachuelo entre la banqueta y la calle. La doctora no llegaba y el primer hombre se acercó a la puerta, respirando cerca de mí. Me molestó tanto su presencia, pero aunque quise moverme no pude, luego recordé que no podía lastimarme, nada podía.
Arrebaté de sus manos una botella que ahora tenía y saltó al darse cuenta que ese reflejo era real, que no estaba alucinando. Cuando trató de tocarme, le pegué muy fuerte en sus manos con la botella y gritó. Nada podía lastimarme. Nadie puede tocarme.
La dejé caer al suelo con igual intensidad y los vidrios saltaron con las gotas de agua hacía él, me moví rápido. Estaba bajo la lluvia y él estaba bajo el techo del auditorio, con la mirada perdida.
En las últimas décadas los avances tecnológicos habían cambiado la forma de trabajo, la música era creada por los gatitos y los perros eran comentaristas del clima. Las reuniones extremistas clandestinas aumentaban, así como el hambre. Las científicas trabajaban con ahínco en sus laboratorios. A veces nos despedíamos de algunas. Esperé en la calle, con los pies húmedos y la mochila al 30 por ciento de carga, pero la doctora no salía. Esperé hasta la medianoche, con todos los reflejos que esa noche encontré.

Gema Mateo Pacheco. Poblana, escritora de ciencia ficción y fantasía, e investigadora en temas de juventudes y educación. Es autora de Camino a Apulia (Piedra y Campana, 2020). Formó parte de la Primera Edición de la obra Diario de la Pandemia (Revista de la Universidad, 2020). Sus cuentos forman parte de Especulativas, ERRR Magazine y Revista Sputnik.

