Ángeles Sanlópez: El llamado

“No tenemos agua. Cómo vamos a hacer”.
Jalja.
Miembro de las Mujeres Unidas en Defensa del Agua, Bolivia

I

No hay nadie mejor que una misma para contar su propia historia.

II

Las chicas están sentadas en el comedor de la casa. Florencia luce débil y cansada, trae puesto el gorrito negro que le tejí. No me habla, solo ríe mientras oye a las demás platicar. Le doy atole de masa y encantada lo recibe.

Preparé el chocolate que mi tía me mandó del pueblo y lo acompañamos con pan de feria que compró Rosa. Era viernes por la tarde y hablábamos de cómo murió Florencia y con ella su historia. No era fácil dejar de sentir tristeza por la muerte de una compañera. Se mencionó que deberíamos hacer un libro, que cada una escribiría algo sobre ella a manera de homenaje.

No había sido nuestra idea, en algún momento Florencia lo propuso, pero en ese entonces ninguna sentía que tenía algo valioso que decir. Ahora, sin ella, la idea de escribir nuestras historias no nos dejaba en paz. Además, a algunas se les estaban olvidando cosas con mayor frecuencia.

Veo a Florencia en su jardín, siempre la encuentro ahí. Les da plátanos a mis hijas y ellas se van saltando. Me mira y me ofrece una taza de té. Empieza a llover, Florencia no corre, se ve como disfruta que la lluvia caiga lentamente por su cabello. Me acerco a ella y la abrazo.

Me dio gusto poder verla al menos en sueños. Cuando éramos más jóvenes, ella me animaba a escribir acerca de mí, de mi relación con los lugares en donde viví y de mis amigas. Pero tenía mis dudas porque no había escrito nada después de mi tesis. Sentirme engañada y humillada había cortado mi escritura.

III

Mi nombre es Mónica Buendía Sánchez. Mis padres emigraron de Oaxaca en 1970 para asentarse en el municipio de Nezahualcóyotl. Para mí, este era el lugar al que yo pertenecía. Tiempo después, nos mudamos al barrio Vidrieros en Chimalhuacán1; mi calle se llamaba Ahuacatl.

Recuerdo que las calles apenas estaban trazadas, lo que causaba polvaredas y un suelo agrietado y resbaladizo por donde caminábamos. Mi familia se movía entre El Peñón, Los Patos, El Puente y El Puerto. Ahora que lo pienso con calma, nunca me puse a reflexionar sobre la relación semántica de estas palabras.

Cerca de la casa, había tres canales anchos, largos y apestosos, cubiertos de basura y animales muertos desechados junto a plantas rebeldes. Cada cauce tenía varios puentes a cierta distancia para que la gente pudiera pasar, ir a la iglesia o la escuela significaba atravesarlos. Recuerdo el miedo que les tenía y lo difícil que era cruzarlos por las maderas inestables. A los siete años, tomaba la mano de mi madre o de mi padre para sentir seguridad. Ya que en la colonia se oían historias de niños que cayeron en los canales y murieron. Yo temía ser uno de ellos.

Los días calurosos eran desagradables debido a los olores que emanaban de los canales. Cada vez que pasábamos por ahí, me tapaba la nariz para evitar que la pestilencia entrara en mi cuerpo.

Los días de lluvia eran los que más disfrutaba.

Siempre deseaba que lloviera, porque pasaba mi tiempo jugando con mis hermanos en nuestro gran patio. Recuerdo con cariño que cuando salíamos a jugar a la calle, brincábamos entre los cuerpos de agua pasajeros que se formaban, mientras pequeños ajolotes grises y danzantes nos hacían compañía.

En mi mente, guardo la imagen de los arcoíris, de cómo corríamos sobre la tierra mojada rodeados por el petricor, y cómo sentía el sudor escurrir por mi cuello después de jugar con los niños del vecindario. También recuerdo los diversos acentos de las personas que me rodeaban. Ellos, al igual que mis padres, venían de lugares lejanos.

IV

La primera mudanza ocurrió debido a un problema económico. Tuvimos que vender la casa y buscar un nuevo lugar para vivir. En mi nuevo hogar, empecé a tener un sueño recurrente que me acompañó durante mucho tiempo.

Estoy en la primaria, llevo mi uniforme del diario. Estamos en clase de matemáticas con la maestra Yolanda. Veo su mano señalándome, quiere que pase al pizarrón a resolver una operación, yo me estremezco. De repente, mis compañeros empiezan a salir del salón corriendo y gritando: “¡Está temblando!” Salgo tras ellos y llego al patio. Me hinco y veo que varias de mis compañeras ponen su oído contra el suelo; dicen que se escucha el agua moverse. No les creo. Me agacho. El agua me grita: ¡Mónica!

El nombre de mi nueva calle era La Ladera y se encontraba en las faldas del cerro El Chimalhuache. A mis once años, nunca había visto un cerro tan cerca, ¡era enorme! En poco tiempo fuimos a explorarlo, caminamos por sus cuevas y descansamos bajo sus árboles. Muchas veces me entretenía mirando desde mi ventana cómo caía la lluvia sobre él mientras escuchaba música en mi Walkman.

No volví a ver ajolotes ni cuerpos de agua pasajeros. En mi nueva casa, cuando la temporada de lluvias llegaba, el agua no se estancaba, si no que bajaba e inundaba la cabecera municipal.

V

Después de terminar la preparatoria, decidí estudiar geografía. Un día, en clase, hablamos del Lago de Texcoco. Aprendí cómo a lo largo del siglo XX se desecó de manera gradual. Esto permitió la “aparición” de nuevos terrenos que se pusieron en venta. La zona acuífera quedó de lado, en ella se establecieron personas de varios estados de la república, entre ellos mi familia.

Durante mis estudios universitarios, me hice consciente de las consecuencias de la desecación, ya que nos mostraron imágenes del lecho del lago, antes de que se poblara. Recordé que ahí estaba mi primaria. Regresó a mi mente el grito: ¡Mónica!

En varias ocasiones, cuando regresaba de la universidad, me atrapaba la lluvia. Después de vivir varios años aquí, aprendí a moverme bajo su acecho: evadía sus corrientes, me subía a piedras y escalones, sabía que debía llegar a casa antes de que fuera imposible.

En mi camino, veía que la lluvia ya había pasado por ahí, era evidente por los enormes hoyos en la tierra. Las familias ocultaban a sus hijos e hijas cuando llovía, pues no querían que se los llevara; pero no todos se salvaban.

Camino por las calles de Chimalhuacán, cuando súbitamente escucho el graznar de varias aves y las veo aterrizar en el agua. Solo identifico a los patos; hay milpas y varias plantas que no conozco. Después, voy sobre una lancha de plástico a toda velocidad.

VI

Al encontrarme en los últimos semestres de mi carrera, pensé en el tema de mi tesis. Tenía muchas ganas de investigar sobre el lago, pero mi asesor me recomendó trabajar en otro tema: «Los efectos hídricos de los proyectos inmobiliarios en el Noreste de México». Acepté su propuesta porque me ofrecía empleo. Surgieron oportunidades laborales, pero solo para hombres. Me dijeron que ser mujer, en el norte, en ese momento era difícil. Con el tiempo, descubrí que todo había sido una mentira que lo beneficiaba a él, ya que necesitaba ese estudio para su consultora. Ahora me arrepiento de no haber continuado con el tema que tanto me interesaba.

Estoy en la plaza de Chimal, ya ha pasado la lluvia. Busco un bicitaxi. Antes de subirme, noto que ya no está la avenida; ahora la iglesia y el palacio municipal están bajo el agua. Ella ha invadido todo. El sol se refleja en el agua que se ha quedado ahí.

VII

Tras un año de noviazgo, me casé con Rodrigo. Desde el principio, nos llevábamos bien. Regresábamos juntos de la universidad porque él es originario del municipio de Texcoco. Nuestras pláticas eran agradables, yo no me sentía juzgada. Reíamos tanto juntos que no queríamos separarnos. Casarme con él fue una de las mejores decisiones de mi vida. Aún recuerdo el día que nos sentamos en la mesa, contamos nuestros ahorros y decidimos comprar un terreno justo en una de las zonas más altas del cerro, pues solo ahí nos alcanzó.

Cuando fuimos a ver el terreno, me enamoré de la vista. Construimos una casa pequeña pero acogedora. Desde allí se veía toda la parte baja de Chimal. Los árboles de pirul, eucalipto y sauces parecían intrusos entre la creciente mancha urbana de la que sabía que yo formaba parte. Del lado izquierdo estaban los imponentes volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl.

Estando en nuestra nueva casa, notamos que en las noches una parte de la vista no se iluminaba. Investigamos con los vecinos y nos dijeron que eran los restos del Lago de Texcoco. Me costó creer que desde casa podía verlo; me dio gusto pero también me asustó que ahí no había ni una luz.

En poco tiempo, me embaracé; nos dijeron que eran gemelas, algo que Rodrigo y yo ya sospechábamos. Fuimos muy felices y amamos a nuestras hijas. Mientras él trabajaba, yo las cuidaba.

Cinco años después, al terminar la fiesta de cumpleaños de mis hijas, Lucía me hizo una pregunta mientras limpiaba con su dedo los restos de la base del pastel: “¿Por qué ahí no hay luces?”, dijo señalando la mancha oscura. Ángela, medio adormilada, sentada en una silla pequeña de plástico, secundó la pregunta: “Sí, mamá, ¿por qué no hay luces?”. “Es que ahí está el Lago de Texcoco”, respondí. Ambas sonrieron y me dijeron: “¿Un lago, como el de Chapu? ¿Nos llevas a verlo mamá?”. Sonreí y asentí, pero no las tomé en serio. En ese momento, sentía aversión a cuerpos de agua tan grandes. Mis sueños con el agua siempre regresaban.

Cae un aguacero en Chimal; las gotas frías descienden todas de prisa como si estuvieran en una carrera. Ellas atacan mi espalda, mi cabeza, mi cuerpo entero; poco a poco siento como se adhiere mi blusa a mi cuerpo, mi pantalón se siente pesado y me dificulta caminar. Siento que alguien toma mis manos: ahora tengo a mis hijas conmigo. Los cabellos de mi frente escurren pero no puedo quitarlos porque no quiero soltarlas. El agua comienza a bajar. Se forman poderosas corrientes que arrastran basura y tierra. Mis zapatos rechinan, me dificultan pisar con seguridad. Siento como el agua que baja nos jala. Agarro con fuerza las manos de mis hijas.

VIII

Mis días como ama de casa me exigían cubrir las necesidades de mi familia. Todo mi tiempo era absorbido por ellos. Mi esposo se iba cada mañana y regresaba en la noche de su trabajo como profesor. Mis pláticas adultas eran con Doña Carmen, la dueña de la tiendita cercana: hablábamos del clima, las hijas y el alza de los precios. La devaluación nos dejó en serios problemas económicos.

En esa etapa de mi vida, pasaba mucho tiempo en el lavadero. Sacaba montañas de ropa sucia de toda la familia. Teníamos una pileta en la que almacenábamos agua; de ahí la agarraba para lavar y ponía la llave de la manguera con poca intensidad para que se fuera llenando. Pese a mis inquietantes sueños, disfrutaba tener contacto con el agua. Me gustaba sentirla entre mis manos y ver cómo gotas pequeñas se fijaban en mi piel.

Mi día se iba entre enjabonar, tallar, quitar espuma, tallar otra vez, enjuagar, exprimir y juntar toda la ropa para tenderla rápido y alcanzar el esplendor del sol. Al tender con los brazos estirados, sentía cómo se destensaban mis músculos. A veces me quedaba viendo el lago; apreciarlo desde lejos me llevaba a pensar en cómo ese humedal filtraba el agua lentamente, mientras miles vivíamos sin apreciar esto. Me parecía un gran espejo colocado en el suelo. Imaginaba que en cualquier momento saldría una mano desde la atmósfera para recogerlo; me reía sola.

IX

Para no estar encerrada en mi hogar, llevaba a las niñas a la casa de cultura del municipio; ahí tomaban clases de música y pintura. Yo las veía de lejos. Un día que estaba aburrida descubrí la biblioteca. Ahí vi por primera vez fotografías antiguas de Chimalhuacán. En las fotos, la población convivía con el lago, moviéndose sobre él en pequeñas canoas de madera dirigidas por una persona que con un palo empujaba. El camino estaba rodeado por muchos árboles de pirul. En ellas, vi las aves de mis sueños y descubrí sus nombres: gallareta americana, avoceta y monjita americana. En las imágenes, me llamó la atención que familias enteras se transportaban por este medio. La convivencia de los autos y las canoas me sorprendió; el desecado dio paso a la creación de las primeras rutas de camiones.

La vida cotidiana capturada de manera visual me mostró a los pescadores tomando de manera rígida su salabre, a los cazadores de aves que colocaban sus redes para capturar a sus presas y a las mujeres vendiendo canastas. En ese tiempo, las casas eran construidas con adobe, ramas y troncos largos. Al fondo de las fotografías, vi el cerro sobre el que vivía.

En mi andar por la biblioteca, encontré un pequeño libro ilustrado llamado Ellos no volvieron. Lo abrí en una página aleatoria y leí:

Salí de la casa, afuera ya me esperaba la Josefina. Las dos juntaríamos ahuautle2 para comerlo y vender un poco mientras regresaban nuestros papás y hermanos. Yo seguía triste; hace unos días mi hermano Tomás se fue temprano junto con mi papá y otros hombres del pueblo a vender el ahuautle a México. Ese día, nos levantamos tempranito, tomamos café y mis hermanitos y yo los acompañamos hasta la orilla del Nabor. Los vimos cómo se fueron remando junto con las canoas de los señores importantes del pueblo.

Se me hizo raro que se fueran junto con los otros señores porque esos no iban a vender; a ellos les pagaba el gobierno.

Más tarde, mamá me mandó a lavar el montón de ropa sucia. Me fui con la Josefina. Ahí con la yuca sacamos jabón, salió harta espuma. No me tardé mucho, lavaba todo, tendía la ropa y con el calorón todo se secaba rápido. Mientras, nosotras jugábamos. Después de un rato las dos nos regresamos a nuestras casas. Llegué y mamá estaba desgranando maíz. Mis hermanitos, Luisa y Samuel jugaban con los perritos en la calle.

Llegó la noche y ellos no regresaron.

Estaba concentrada en mi lectura cuando sentí que alguien me agarró la mano y me espanté. Mi hija Lucía me sonrió. Atrás venía corriendo Ángela, con sus chinos alborotados. Pedí prestado el libro y, mientras mi familia dormía, leí acompañada de una pequeña lámpara.

Las familias nos quedamos a orillas del lago a esperar. Mi mamá me mandó por los rebozos porque nos agarró la noche. Yo decía: “¿Por qué no vamos a buscarlos ahorita?”, pero mi mamá me dijo: “Al lago no se le molesta de noche, suficiente es que nos deje andar sobre ella en el día. Aparte de darnos de comer a nosotros y a los animalitos, así que es mejor no molestarla”. Doña Mary y otras hicieron una fogata para acompañarnos. Ahí nos quedamos, viendo al lago que de día era brillante y vivo pero de noche daba miedo. Otras mujeres fueron a su casa y trajeron trastos para cocinar. Después de un rato nos tocó escuchar como el reloj de la iglesia sonó a medianoche.

Don Jacinto se acercó y nos dijo que anduvo preguntando en Tocuila y en Nexquipáyac con los recolectores de tequesquite3 y dijo que varios hombres de otros pueblos tampoco regresaron a sus casas. Yo me junté con mi hermana Luisa, que estaba en uno de los brazos de mamá. El Samuel ya estaba en el otro brazo bien acurrucado. Me costó trabajo dormir, la gente grande seguía hablando, y las ranas no dejaban de hacer su ruido croac, croac, croac y los grillos hacían ese ruidito chistoso. Después de un rato me quedé dormida.

Dejaba el libro en una parte interesante para retomar la lectura con entusiasmo; las imágenes en blanco y negro que ilustraban el contenido me ayudaban a imaginar con claridad la historia. Todo el día quería sentarme a leer, pero no podía: había que hacer el quehacer. En ese tiempo, mientras leía, los sueños pararon.

Aquí en el pueblo, se creía que los lagos eran diosas, pero otras gentes decían que dentro de ellos vivían monstruos que, cuando tenían mucha hambre o estaban enojados, salían a comer personas. También decían que la primera vez que el lago se llevó a varios que estaban sobre él fue un día cuando unos señores dijeron que lo querían secar con unas máquinas. Dicen que ella se enojó y se llevó a todas las personas que tenía encima. La gente buscó y buscó a sus familias, pero no los encontraron. Dicen, yo no sé bien, que el agua creció así bien alto y que se llevó a las gentes. Algunos no creen, pero es lo que dicen. Ahora que no aparecen nuestras familias se empezó a decir más esto. Yo no sé, solo quisiera volver a ver a mi hermano y a mi papá.

Varios días amanecimos aquí, a orillas del lago; parecía que lo estábamos velando, pero no. No queríamos irnos hasta ver a nuestras familias.

Cuando despertaba, otras mujeres ya estaban tomando café y comiendo pan o comiendo tamales. Varios vecinos platicaban y otros miraban hacia el lago. Recuerdo que un día mamá, junto con las tías Dolores, Rosa, Emilia, Roberta y Florencia, se fueron en las canoas, dejando a sus hijos. Los más grandes los cuidamos. Ese día regresaron en la tarde, solas y cansadas; mamá nos llamó y volvimos a la casa.

Terminé de leer porque ya estaba cabeceando; mientras me acomodaba para dormir sonaron las campanas de la iglesia. Varios vecinos salieron de sus casas y se reunieron. Yo me quedé con las niñas. Rodrigo también fue y se enteró de que al día siguiente una comitiva iría al municipio a arreglar unos papeles, porque nos querían desalojar de la casa; decían que nos habían vendido los terrenos de manera irregular. Todos desconfiamos, pues sabíamos que hace poco se habían descubierto varios pozos de agua.

Al día siguiente, al abrir el libro, vi que las niñas lo habían usado para hacer dibujos de la familia. Me enojé y lloré. Regresé el libro a la biblioteca y les dije lo que pasó. Dijeron que no podían pedirme que lo repusiera porque no había más ejemplares: este libro era parte de una colección que recopilaba las historias de personas nativas de diferentes pueblos. Sentí una profunda tristeza por no seguir leyendo.

Cuando Rodrigo regresó en la noche, me dijo que empacáramos, que no podíamos seguir viviendo ahí, que estaba en peligro nuestra vida. Se decía que al siguiente día llegarían hombres armados a desalojarnos. Rápido, me fui al cuarto de mis hijas y comencé a hacer las maletas. Me dijeron: “Mamá, ¿qué pasa?”. Recuerdo que no podía abrir mi garganta para responderles porque tenía mucho miedo de que los hombres llegaran antes. Controlé mi respiración, sonreí, me limpié las lágrimas y les dije: “Vamos a vivir en otro lugar porque su papá consiguió un nuevo trabajo”. Ellas no se emocionaron; en mi desesperación, les grité: “¡Ayúdenme a guardar lo que se quieran llevar, si no aquí se va a quedar!”. Ellas, espantadas, agarraron su ropa favorita y los muñecos con los que dormían.

Esa noche me quedé en la cama con mis hijas, velando su sueño. Jalé mis Discman y puse música para relajarme, pero en mi mente no dejaba de hacerme miles de historias. Recuerdo que mis manos temblaban sin control, por más que intentaba calmarme no podía, tenía tantas ganas de gritar.

El tiempo pasaba lentamente.

La biblioteca está inundada con el agua sucia y pestilente de las alcantarillas que empieza a borbotear, se derrama, moja los anaqueles, moja los libros. Yo intento rescatarlos, pero no puedo hacerlo. Siento el agua fría subiendo por mis piernas.

Desperté asustada y de inmediato me puse a preparar todo para irnos. Comenzó a llover y nos apresuramos a salir. Un taxi nos llevó por la carretera México-Texcoco. Las gotas de la lluvia se adherían a la ventana. El agua se filtraba, pero yo cuidé que las niñas no se mojaran. Rodrigo se fue adelante con el chofer. Desde ahí le indicó el camino hacía Texcoco: sus papás nos prestaron un lugar para quedarnos.

X

Los días en la nueva casa fueron muy difíciles para mí, ya que no podía dejar de pensar en las condiciones en las que había dejado mi hogar en Chimal. Además, desde que llegamos a Texcoco, comencé a escuchar un goteo constante y molesto. Cuando llegué a la casa, el sonido se hizo más intenso. Revisé todas las llaves de agua y estaban selladas. Le pregunté a mi familia si también lo escuchaban, pero me dijeron que no.

Como consecuencia, no podía dormir por las noches. El primer día, vi cómo los ventanales se iluminaban al amanecer. Quería llorar para liberar mi frustración y enojo, pero me contuve. A pesar de estar agotada, me aseguré de cuidar a las niñas para que se sintieran cómodas con este cambio.

El segundo día, no pude evitar cabecear y bostezar constantemente. Mientras veía la televisión con mis hijas, me quedé dormida por un breve momento. El volumen amortiguaba un poco el sonido del goteo y solo así pude descansar. Sin embargo, al apagar la tele regresó el goteo intenso.

Decidí trabajar en el huerto municipal para distraerme y ayudar. Ahí conocí a Florencia. Ella era una mujer como de sesenta años, baja de estatura, cabello corto y muy amable. Presumía con orgullo ser nativa de Texcoco. No me criticó, a pesar de que yo era un manojo de nervios.

Florencia me contó que su familia había vivido en Texcoco desde hacía más de quinientos años. Me costó mucho trabajo creerlo, pues yo me consideraba una migrante recurrente que no entendía cómo se podía permanecer en un lugar por tantos años. Caminando con ella, vi varios árboles en los que había muchos nidos de lindos pájaros y escuché puercos, patos y vacas. Una mujer se nos acercó cargando una carretilla con abono y me dijo que se llamaba Dolores. Ella estaba toda sudada de la cara; yo quería ayudarla pero no creí que podría cargar tanto. Mientras la seguíamos, me dijo: “Este lugar era una hacienda abandonada; la querían vender para que fuera un hostal, pero nos juntamos varias y la compramos. Ahora la estamos reacondicionando para cuidar animales y para cosechar”. Sonreí, me gustaba lo que escuchaba porque podía ser parte de una comunidad.

Llegamos a un terreno de siembra en donde había otras mujeres. No hablé directamente con ellas solo dije: “Buenos días”. Florencia me dijo: “La de la blusa anaranjada con cola de caballo es Roberta, cuidado porque de pronto se le sale el inglés y hay que adivinar qué dice. Si necesitas reparaciones en casa, ella te puede ayudar; en los yunaites aprendió a hacer todo tipo de trabajos”. Roberta me miró y dijo: “Lo que necesites, puedes preguntar con confianza”. Me sentí bien por el recibimiento tan ameno.

Dolores me dijo: “Llegaste a buena hora porque vamos a comer. Ella es Emilia, anda corre y corre porque va a recalentar los guisados que trajimos. En la cocina ya está Rosa, una joven que está con nosotras desde hace tiempo. Somos las que estamos aquí diario. Hay otras personas, pero ellas trabajan en otras áreas. Nosotras somos las que cuidamos esta parte”.

Ese día me uní a su comida. No me sentí ajena y me dio gusto poder encajar. Les conté que tenía a mis hijas y a mi esposo. Ellas ya sabían: “Aquí la red de comunicación es muy eficiente”, dijo Rosa. Todas nos reímos.

La tercera noche, escuché un goteo más fuerte, me levanté de golpe, agarré una lámpara que tenía a la mano y revisé con cautela cada rincón de la casa por quinta vez. Rodrigo quiso seguirme, pero al notar que se levantaba, lo miré y moví la cabeza de un lado a otro. Él se acostó y se cubrió completamente con la cobija. Me sentí mal, pero sabía que debía encontrar el origen del sonido, aunque no lo hice en ese momento.

Al día siguiente, me puse a trabajar con mucho ánimo, a pesar de sentir cansancio. Varias de las mujeres eran mayores que yo y sabía que tenía que esforzarme y trabajar al mismo ritmo. Durante el desayuno, les conté la historia del libro y del goteo. No les pareció extraña. Antes de seguir platicando, me interrumpieron y me invitaron a ir al lago durante el fin de semana. Acepté porque quería verlo.

En mi interior, pensaba que al ver el lago, finalmente dejaría de escuchar el goteo constante. El día de nuestra visita, pude dormir un poco. Me preparé y salí con mis hijas.

Llegamos a las dos de la tarde. El día estaba hermoso: apenas y había nubes atravesando el cielo azul. Una parte del lago estaba rodeada de árboles que parecían formar un cerco de protección. Los restos de otros árboles en el suelo mostraban que en el pasado habían sido derrotados. Pero muchos otros seguían en pie, verdes, altos y frondosos.

Nos detuvimos frente al lago, nos agachamos y con cuidado tocamos el agua. En mi mente le dije: “Aquí estoy”. Después de un rato, el día soleado se ocultó tras nubarrones. A mis hijas no les importó: ellas se fueron a jugar con los hijos de otras mujeres. La Luna apenas y se veía y las nubes impulsadas por el viento eran las protagonistas. Florencia prendió una pequeña fogata, que nos alumbró y nos dio un poco de calor. Entre todas la cuidamos para que no se apagara.

Después de cenar, Dolores se levantó, mientras las demás nos quedamos en silencio. Ella dijo: “Ella es la última”. Las demás asintieron. Lentamente, se acercó a la fogata y colocó sus manos sobre el fuego, cerrando sus ojos. A su alrededor se formó un halo flamígero de color azul y amarillo. Mis hijas se asustaron y se aferraron a mi cuerpo. Las ráfagas de viento hacían que los árboles que rodeaban el lago bailaran descontroladamente, al igual que nuestro cabello. Las llamas no se apagaron, sino que fortalecieron su lumbre. Mientras las demás observaban maravilladas la transformación de Dolores, yo noté la expresión de temor en el rostro de mis hijas y pensé en agarrarlas y salir corriendo. Sin embargo, la sensación de calor me impidió hacerlo. Me sentía tranquila y segura.

Todas nos acercamos a ella y el sonido del goteó se intensificó. Ahí me di cuenta de que todas lo escuchábamos. Mis hijas me agarraron más fuerte. Nos tomamos de las manos y cerramos los ojos. Fuimos conscientes de cómo el agua se movía en nuestros cuerpos. Una extraña sensación de calor intenso se sintió en el ambiente. De nuestros cuerpos salió una energía que tomó la forma de una esfera luminosa de color rojo.

Dentro del lago se formó una luz y de ella salieron dos bolas de fuego, de las cuales brotaron llamas amarillas y anaranjadas. Las tres se elevaron por el cielo a gran velocidad y rodearon los árboles. También nos rodearon a nosotras y luego se alinearon verticalmente, dando forma a una figura humana que se acercó a la lumbre.

Usando el fuego como soporte, la figura nos mostró una historia que era el final del libro. Pude ver el rostro de las mujeres que habían perdido a sus familiares. Ellas dejaron de buscarlos y decidieron que debían ponerse de acuerdo con la comunidad para no dejar que se desecara el lago. También vimos las consecuencias de no protegerlo, de no protegernos. Nos mostró la sequía, las dificultades para la provisión de agua y alimentos, las enfermedades y la contaminación. Después de unos minutos, la figura regresó al lago.

Varias lloramos; nuestros hijos limpiaron nuestras lágrimas. Las mujeres dijeron que por fin sabían el final de la historia. Una a una fueron contando cómo llegaron a Texcoco. Algunas venían de familias en donde sus esposos las golpeaban, otras eran huérfanas, otras se fueron a vivir a la Ciudad de México a buscar una vida mejor pero solo encontraron explotación y abusos. Otras habían regresado de Estados Unidos, desilusionadas por el famoso sueño americano. Todas teníamos en común que habíamos sido llamadas por el lago. Al igual que yo, ellas habían tenido sueños, pero ellas venían de otros estados del país.

Después de un rato no dijimos nada más. Apagamos la fogata, recogimos todo y nos fuimos a una casa que Florencia tenía cerca de ahí.

Las mujeres que acabo de conocer están platicando cerca del lago mientras las niñas juegan alrededor del agua.

Después todas estamos en las profundidades del lago. Ahí identifico el origen del sonido que empecé a escuchar apenas llegué aquí. El goteo continuo es ocasionado por el escurrimiento del humedal. Todas vemos como el agua se conecta con otros caudales.

Estoy en sexto de primaria dentro del salón de clases. Ahí sentada, escucho que llueve afuera. Pido permiso al maestro Samuel para salir porque siento que el agua me llama, siento una gran necesidad de mojarme, pero él no me da permiso. Al sonar la chicharra nos deja salir al recreo. El maestro dice que no debemos pisar los charcos de agua, que si lo hacemos nos enfermaremos porque es agua sucia.

Ahora me encuentro caminando bajo la lluvia. Tengo dieciséis años, traigo mi uniforme de la preparatoria y regreso a mi casa. De pronto empieza a chispear. Siento cómo en mi cuerpo caen pequeñas gotas; finjo apresurar mi paso, pero en realidad disfruto mojarme.

Tengo cinco años. Mi madre derrama agua tibia sobre mi cabeza con una jícara; cae por todo mi cuerpo. Mientras me masajea el cabello con jabón me da frío: yo quiero sentir la suavidad del agua al caer sobre mi cuerpo como una caricia.

Ahora soy una adulta, estoy en la regadera con mi cuerpo bajo el chorro de agua. Me masajeo el cuero cabelludo, me quito el resto de jabón, me enjuago. Disfruto como el agua roza todo mi cuerpo.

Entre sueños, sentí que agarraban mi cara y escuché una voz que me susurraba al oído: “Mamá, tenemos hambre. Mamá, aquí hay unos gatitos, ¿podemos agarrarlos?”. Por fin desperté. Abracé a mis hijas y lloré un poco. Recuerdo que hacía mucho frío. Nos abrigamos y bajamos con las otras mujeres. Miré por la ventana que había mucha neblina y no se veía el lago. Abrí la puerta y sentí el frío fijarse en mi cara. Noté que ya no escuchaba el goteo.

Dolores y Florentina ya habían preparado el desayuno. Olía a café, noté la leche recién hervida emitiendo vapor. Mis hijas me señalaron a los gatitos bebiendo agua. En la mesa había melón y sandía recién cortada, se me antojó su jugo. Nos sentamos a desayunar con mis compañeras. Ninguna dijo nada sobre lo que había sucedido. Hablamos de nuestros hijos y contamos historias divertidas de nuestras vidas. Después de comer, algunas se despidieron y decidieron regresar a su lugar de origen, mientras que otras se quedaron.

Yo no sabía qué hacer, no lo pensé en ese momento, tomé café, comí gustosa el pan y los tamales de ahuautle que nos ofrecieron. Ese mismo día, en familia, decidimos quedarnos en el pueblo. Aquí, mis hijas vivieron su vida y aquí yo eché mis raíces.

Notas de la autora

Documentos que usé para escribir este texto:

González Cruz, Andrea. (compiladora). “Ellos no volvieron”, 1964, pp. 12, 20, 23, 25.

Alonso Verónica, Chimalhuacán Atenco, “Ayer y Hoy”, 1996, pp. 7 y 8.

Las fotografías fueron consultadas en la Biblioteca de Chimalhuacán.

Este texto forma parte de “Las memorias de las cuidadoras del lago de Texcoco”.

Agradezco mucho a mis amigas Dolores, Rosa, Emilia, Roberta y Florencia♰ por animarme a escribir mi historia. Ha sido un gusto hacer tantas cosas juntas. Las quiero mucho.


  1. Chimalhuacán es un término náhuatl, deriva de las palabras Chimalli que significa “Escudo o rodela”; Hua, «partícula posesiva» y can que es “lugar”, de forma literal significa: “Lugar de los que tienen escudos». En la época colonial, se le agregó Atenco (de origen náhuatl también), para diferenciarlo de otro Chimalhuacán que está en la jurisdicción de Chalco. El nombre completo del Municipio es Chimalhuacán Atenco, que significa lugar a la orilla del agua donde están los poseedores de escudos. Otras versiones de su significado son: Lugar de escudos y rodelas y lugar donde están los que tienen escudos y rodelas.↩︎

  2. Huevo del mosco, mejor conocida como chinche de agua o axayácatl.↩︎

  3. Salitre o sal mineral compuesta por diversos minerales, principalmente cloruro y carbonato de sodio; utilizado para cocer alimentos y fermentar masas.↩︎

Ángeles Sanlópez (Chimalhuacán, Estado de México). Historiadora, escritora, profesora y mediadora de procesos de lectura y escritura. Me dedico a escribir y leer porque me apasiona y porque estoy cursando un doctorado.
Fui fundadora del Imaginarias. Premio Nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción.
Actualmente soy coordinadora de Histórikas  y co-coordinadora de Especulativas, en estas colectivas organizo círculos de lectura, entrevistas, cursos, presentaciones de libros y talleres.
Este cuento recibió una mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia ficción 2023.
En esta historia incorporo parte de mi historia de vida y de mis intereses y obsesiones.
Ig: angeles_sanlopez

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