Susana Torres Cabeza: Dulzura Rosa

Todo era de colores pasteles. La habitación era de un rosa claro, la cuna era azul cielo, el cochecito verde suave y la ropa variaba entre el blanco, el ocre y el rosa. Todo en colores de calma y sosiego. Colores que ayudaban a dormir y que transmitían tranquilidad. Pero no lo hacían. Eran los colores del infierno.

Mi madre dormía a mi lado con el bebé en brazos. Era el momento. Sabía que debía aprovechar para ducharme. Mi piel olía a vómito y a sudor. Tenía dos horas entre tomas. Dos horas para hacerlo todo. Tantas cosas por hacer en ciento veinte minutos. Ducharme, comer, dormir… Ay dormir, No recordaba cuando había dormido profundamente por última vez. Disponía de dos horas para hacer todas las cosas que antes hacía en cualquier momento. Ahora metidas a presión dentro de una rutina pequeñita. Una vida encajada entre dos comidas de lactante.

Miré las paredes. Me fijé en que estaban mal pintadas. La prisa por convertir un despacho en una habitación de bebé dejaba huellas. Por qué transformar aquel espacio, pensé, si siempre dormía conmigo. Clavé la vista en la pared que tenía delante. En la parte superior quedaban restos de gotas. La falta de sueño me transportó al otro lado de la madriguera. Grumos brillantes se derretían. No, no eran gotas eran lágrimas rosas. Cada vez eran más grandes y llegaban al suelo. Cloc, cloc, cloc. El ruido era como un taladro. Cada vez más fuerte.

Miré a mi lado. Allí seguían. Mi madre y mi hijo. La saga familiar. Y en medio yo, el eslabón perdido, atrapada entre dos afectos que ahora me molestaban. Me sentí culpable por ello. Mala madre, mala hija. Cloc, cloc. Me aflojé el cuello. Me faltaba el aire. No comprendía como no sé despertaban porque yo no oía nada más. Atronaban.

Cloc, cloc. Pieles de animales que me perseguían a través de los árboles. Cloc, cloc, canicas lanzadas en un juego que no comprendía. Cloc, cloc Mares de brillantes colores que cubrían mi cabeza mientras yo me hundía. Me ahogaba en la suavidad. Culebras de ternura que rodeaban mi cuello y me asfixiaban.  ¿Y si dejaba de respirar? ¿Y si moría entre la dulzura rosa?

Abrí los ojos. Un llanto me despertaba. Habían pasado dos horas. Tocaba toma.

Mi madre me dio al bebé. Era un bebé y era una forma extraña. Era yo, pero no lo era. Una vida que me reclamaba. Un bulto entre las mantas que lloraba. Cloc, cloc. Las gotas caían. Y yo sólo quería ducharme y dormir.

Me lo acerqué al pecho. Su pequeña boca comenzó a succionar.

Lo miré. Era mi bebé. Acaricié su pequeño pie. Su piel era suave. Agarró mi mano con sus pequeños dedos. Y de repente todo me dio igual. Ni mares ni serpientes que me asfixiaran, ni formas extrañas en la pared. Crucé de nuevo la madriguera.  Las gotas dejaron de sonar en mi cabeza.

Respiré y me relajé.

Cuando acabara tenía dos horas para dormir, ducharme y bajar a comprar pintura blanca.

Estudié psicología y soy una lectora voraz, pero yo sobre todo me considero una narradora de historias. Disfruto buceando en los géneros fantásticos y explorando los límites de la mente humana. Es un placer transportar al lector a mundos y perspectivas desde los que plantear otros posibles puntos de vista.

Deja un comentario