Eugenia Nájera Verástegui: La flor fantasma

El colapso mortal llegó. Durante muchos años hubo señales en la naturaleza, en las profundidades de los mares y en las infinitas estrellas, pero nadie quiso escucharlas o verlas, solo las ignoraban o eran indiferentes para seguir con su materialismo banal y las razas malditas lo invadieron por completo. La religión de los Calik aunado a los oscuros les lavaron el cerebro. Nadie era empático con nadie. Su mundo solo eran las cuatro paredes de sus casas y familiares. Aunque a veces ni a ellos les importaba y los abandonaban a su suerte así  fueran madres, padres, hijos, hermanos, discapacitados, bebés recién nacidos o ancianos.

Con los maestros, amistades o colegas de trabajo, igual. La competitividad los envolvió y solo tenían tiempo para sus propios proyectos personales, generar y tener terrenos o riquezas, aún cuando desde muchos años atrás todos habían empezado desde cero. Sin absolutamente nada; solo llenos de sueños e ilusiones para forjar un brillante futuro y cambiar al mundo o sino por lo menos dejar un granito de arena de prosperidad en su construcción. Así, picando piedra, hombro con hombro, con grandes sacrificios, desde abajo, entonces aunque no se pudo explicar, algo pasó. Después de ser grandes equipos o hasta hermanos del alma todo cambió, se convirtieron en personas de doble moral, a los que solo les fueras útil por años y al final te desechaban como basura. Nadie más importaba. Así con el pasar de las arenas del tiempo el mundo se rompió y quebró. Ahora cada día vivido era una gran hazaña en medio de tanta muerte y destrucción. No había tecnología, trabajos o comida. El canibalismo reinó y lo más preciado para beber ahora era la sangre, en vez de aquellas frescas aguas de antaño. A estas atrocidades se había reducido todo. 

Una mañana nevada siete pedazos de estrellas de fuego cayeron estratégicamente sobre aquel moribundo planeta. Nadie podía creer que más calamidades llegaran a sus miserables vidas. Los pocos sobrevivientes que sí se cuidaban entre sí temían acercarse. Otros se mataron ellos mismos carcomidos por su oscura ambición, sin embargo, durante días no sucedió nada con aquellas piedras hogueras, solo algo extraño, no sucumbían las llamaradas en ningún momento o circunstancia, hasta que una noche de equinoccio con la salida de la lunas turquesa de Satner, el fuego en una de ellas se volvió violeta, de su interior emergieron una zatrina, un burek, una niña que portaba un extraño libro de gruesas pastas decoradas con símbolos sinuosos con una pluma ancestral que sobresalía de entre sus hojas, un pájaro kidri y un flotante biocristal. 

La niña ojeó aquellas páginas hechas de negro papel minog, recitó palabras en algún lenguaje antiguo. Nadie lo reconoció. Con sus pequeñas manos hizo un hueco en la árida tierra, después colocó el biocristal. Sopló sobre la pluma y se convirtió en cenizas. Con el danzar de las garigoleadas alas de la zatrina el polvillo que cayó se convirtió en brillantes gotas de rocío que hicieron brotar un hermoso capullo de flor fantasma tornasol. La niña pidió que alguna chica la cortará para terminar el ritual. No cualquiera podía hacerlo, solo un portador. Una abuela sujetó a su nieta porque decía que era muy bello aquel botón aunque los demás no lo podían ver. Con mayor razón retrocedieron llenos de pánico al pensar que aquella niña de inocente faz era sin duda una malvada bruja, pero aún con todas sus fuerzas para protegerla la jovencita se zafó de aquellos brazos que la aprisionaban, corrió hacia la planta y entonces al entrar en contacto la esperanza renació.

Eugenia Nájera Verástegui. Nací en Tampico, Tamaulipas, México. Tec. en Computación, serigrafista, estudiante de violín y cine. Mí pasión por la música fue la principal inspiración para comenzar el proyecto transmedia “Los Portadores”. Tengo un Diplomado en Literaturas Mexicanas en Lenguas Indígenas por el INBAL. Curso talleres de literatura, lectura y creación literaria. He publicado en antologías y revistas literarias a nivel local, nacional e internacional.

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