“Les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido.”
Gabriel García Márquez
Mario da vueltas en el estrecho sillón, desde ahí ve el pasillo y al gato atigrado con las pupilas dilatadas. La luna se refleja en ellos. Apaga el televisor, camina a la cocina y su intención es prepararse un sándwich pero el refrigerador está vacío, quedan restos de comidas pasadas. Toma el último bote de cerveza oculto en el rincón y abre el envase tetra pack de leche fría para ofrecer algo al minino. La tranquilidad de la casa sólo se llena con los ruidos que hacen los vecinos. Todos añaden melancólicos sonidos a su desahuciada morada, pero ninguno tan arrasador como la soledad que lo invade al caer la tarde. No puede dormir, da vueltas inútiles en la cama. Ve al gato que duerme a sus pies, quien somnoliento con lentitud se levanta, estira y se dirige a la cocina que tiene la ventana abierta, Mario lo sigue creyendo que ha escuchado ratones y se dispone a la cacería, pero no, las intenciones del felino son otras. Envidia al observar como salta su mascota hacia la libertad. Anhela ser gato, huir entre sombras, largarse de la cárcel del asfalto y el congestionamiento local. Regresa a la habitación, un brillo de luna que le recuerda el campo ilumina su cama. El sueño se apodera de él.
Vuelve a la casa de la infancia. Camina por angostos pasillos. Ve el enorme patio y las gallinas corriendo por el alimento que madre les avienta. Abuelo contempla sentado desde una esquina. Se ve igualito que hace décadas, la misma sonrisa y el mismo bastón de madera recia. En su sueño recuerda que el abuelo ha muerto y que uno a uno, los familiares abandonaron la casa pero él no. Es un guardián eterno. A él y al abuelo les placen columpiarse en la vieja llanta puesta en el robusto naranjo. Mario entra a casa, una puerta vieja le impide el paso, en sus manos hay una llave oxidada que introduce. Una ráfaga de dulces olores lo recibe y la oscuridad lo abrasa. La luz, en el rincón aparece como una luciérnaga que se mueve rápido, inquieta su mirada la sigue. Le invade un mal presentimiento, pero sigue en la oscuridad que poco a poco cede ante su lámpara de mano. Solo quedan escombros de la bella casa, paredes derrumbadas y vigas desmayadas. Tiene miedo pero avanza hasta llegar a la habitación que compartía con su hermano Alberto.
Nada queda. Ninguna huella ni rastros. Hilos de su niñez se desploman sobre él, en el centro del cuarto se hospeda un pozo tan negro que asusta al ver la profundidad. Luego viene la caída de Alberto y la suya también. Es tan real todo que siente el agudo dolor en el pecho y la respiración agitada. Despierta estremecido y helado. Intenta deshacerse de la angustia, concentrarse en este presente, en la realidad. Alcanza a ver el reloj, son las tres treinta de la mañana. Siempre la misma pesadilla y los mismos personajes: Madre, abuelo, Alberto. Siempre Alberto y su sonrisa enorme hasta la hora de su muerte y silencio, por allá de los siete años, cuando murió en la carretera, cuando lo atropellaron por la libre a Huauchinango.
Dispuesto a deshacerse del insomnio y el ciclo infinito de su pesadilla con sus ligeras variantes, obedece al sacerdote que lo aconseja ir a su primera casa, rezar un rosario y echar agua bendita. No tiene opción pues ni los amuletos ni los escapularios que al principio le resultaron ahora pueden calmarle las noches inquietas. Pide permiso en el trabajo y toma el fin de semana para ir al pueblo y llegar a aquel hogar, cálido y amoroso.
El olor a campo y humedad le reciben a fogonazos. La casa, ahora de la tía no es tan vieja como en sus sueños. Los primos la han cuidado, se conserva intacto el ancho patio, las gallinas aún pasean y dos perros enormes cuidan. Por los pasillos siguen corriendo niños, el olor a frijoles y maíz recién cortado lo reciben. Le duele ver que el naranjo ya no está. La familia, ahora menos numerosa que antes lo recibe. Las antiguas paredes de adobe continúan y conviven con las nuevas. Han hecho una segunda planta, las vigas apolilladas de sus sueños no se hallan, hay en cambio unas nuevas recién barnizadas por ostentación. El frescor de las palmas en los corredores le renueva. La morada, por fortuna, es muy distinta a como la sueña. Le da gusto haber escuchado el consejo de regresar. Tal vez así ya acaben las malditas pesadillas. Pide permiso a la tía de quedarse a dormir en su antiguo cuarto. Le otorgan una colchoneta. El tiempo como ave que alza vuelo ha cambiado las cosas. Nada es igual.
Todos duermen, el sonido de la naturaleza le estimula y tarda en dormir. Cuando logra hacerlo vuelve a la misma casa de sus sueños. Avanza en un pasillo de oscuridad y silencios. Ve la habitación como hace años, como si el tiempo hubiese sido detenido y cohabitado por presencias que se negó a ver, pero que ahora son más nítidas ante la nueva mirada. El perro afuera ladra cada vez más alto, escucha los maullidos adoloridos, charlas inconexas con Alberto, extraños quejidos. Observa una ventana abierta con cortinas blancas, un rayo de luna ilumina al gato que descansa sobre el alfeizan, éste le mira por un instante prolongado para saltar hacia el infinito huerto que tiene el naranjo, ahora más frondoso y tupido, sembrado por el abuelo. Avanza para alcanzarlo y entonces cae. Cae igual que el abuelo, la madre y el hermano muertos. Se desmorona en un pozo tan profundo como el sueño al que feliz, nunca más regresará

Fabiola Morales Gasca Maestra en Literatura Aplicada en la Universidad Iberoamericana plantel Puebla. Fue alumna de la Casa del Escritor y la Escuela de Escritores. Diplomada en Creación literaria de SOGEM. Autora de algunos libros y participante en varias antologías de España, Chile, Paraguay, Perú, Argentina y México. Es una lectora voraz.